En un pasado no muy lejano, alguien se sentaba a escuchar en la sala de su casa la Novena Sinfonía de Bruckner dirigida por Günter Wand y las bocinas se estremecían en el scherzo, temblaban en el Feierlich, parecían derretirse en las paredes en el Sehr Langsam y el mundo seguía como si nada allá afuera.
Hoy día, si alguien se sienta a escuchar esa obra ya no en su tornamesa, como se hacía antes, sino en su laptop, como se hace ahora, con buenas bocinas o regulares, todo el mundo se entera: Spotify, la plataforma de consumo musical más exitosa y socorrida del momento, no guarda secreto alguno, no conoce intimidad: los contactos de ese escucha saben qué está escuchando quién porque en la columna de la derecha se muestra con todo esplendor la “actividad de los amigos”.
Y así, el escucha bruckneriano se entera a su vez de que Fulanito está escuchando a Chico Che, Perenganito a Timbiriche, Zutanita a Mecano y Fulanito de Tal ¡está escuchando a Arjona!
Los nuevos modos de consumo cultural tienen entonces sus asegunes. Por ejemplo, escuchar en Spotify equivale a publicar su curriculum vitae a diario: dime qué escuchas y te diré quién eres.
¿Existen escuchas culposas? ¿Existen playlists prestigiantes y otras que dan al traste con amistades? ¿Mostramos el cobre nomás por convivir?
Esa columna titulada “Actividad de los amigos” está hecha con el noble fin de compartir, pues en eso consiste el arte de la música: en el placer de compartir.
Y se supone que uno puede ver qué está escuchando Fulanito de Tal para probar de su plato y ver si pedimos otro igual o seguimos con nuestra sopa y así uno puede, dirían los licenciados, “ampliar sus horizontes”. O podemos estar nomás de chismosos, la verdad.
Por supuesto, también existe la opción de “escuchas privadas”, es decir, el modo grinch, y pues así qué chiste, dirían los antojadizos.
En realidad, sería un intento en vano: hay unos oídos gigantescos y unos ojos del tamaño de un dedal que todo lo escucha y todo lo ve, y si alguien cree que mudándose de Whatsapp a Telegram estará a salvo, puede optar por mensajes en paloma mensajera o señales de humo, y también el mundo entero sabrá qué está haciendo el mensaje, el mensajero y el mensajeado.
El Big Brother de George Orwell tomó la forma de un algoritmo. Spotify no se entera: busca, indaga, rastrea, pepena, investiga, espía de manera impersonal y los resultados causan paranoia a más de uno: el algoritmo sabe todo de él: a qué hora escucha qué y cómo y casi con quién. Pero no es para tomárselo personal, sencillamente lo hace para procurar placer. Los lunes hace sugerencias a sus usuarios en función de lo que investiga. Lo espía una semana para hacer temblar al paranoico unos segundos y sonreír al melómano abierto a sugerencias. Y las sugerencias que hace Spotify cada semana pueden ser sensacionales.
El “descubrimiento semanal” y el “radar de novedades” invita a escuchar materiales que muchas veces el melómano no encontraría o rarezas de las que de otra manera no se enteraría.
Ese algoritmo es como un robot o un pajarito mandón (Julio Cortázar dixit): en cuanto se termina el disco que sí elegimos, comienza a sonar otro que no elegimos y muchas veces nos gusta y otras de plano nos hace levantarnos a cambiarlo, como se hacía antes con los discos, que eran acetatos y hoy se llaman vinilos y se consideran objetos de culto: quienes los poseen obtienen más placer, pues la calidad de sonido aumenta con los días, mientras en Spotify, como todo streaming, se borran las rugosidades, se liman los ángulos, se pixela todo, por utilizar el término aplicado a las imágenes.
Nadie es tan importante
La automatización del gusto musical está regida hoy día por algoritmos, esas maneras de aprendizaje no supervisado o, si se quiere, esa supervisión automatizada de la música.
Así que nadie se espante, no existe persecución ni asedio personal alguno: las redes sociales cada vez recurren más al algoritmo para procesar información que rinda dividendos.
Ninguno de nosotros es un ciudadano poseedor de secretos de Estado o datos confidenciales, salvo las cuestiones bancarias, pero eso ya es harina de otro costal. El punto es que nadie es tan importante en lo personal como para ser espiado. Todos, en conjunto, somos un costal de datos en revoltijo y en cuestiones musicales hay resultados de excelencia, regulares o malos, de acuerdo con el nivel de calidad de la música que uno escuche. Quien oiga a diario a Arjona será guiado de la mano del algoritmo a infiernos peores y quien oiga madrigales de Monteverdi será llevado a cielos más altos: Guillaume de Machaut, por citar solamente un ejemplo. Para ponerlo en términos euclidianos: el algoritmo es de quien lo trabaja.
Pero, ¿cómo funciona el algoritmo de Spotify?
De distintas maneras, entre las más importantes están los modelos de filtrado colaborativo, los modelos de procesamiento de lenguaje natural (en inglés: NLP: Natural Language Processing), que analizan texto, y varios modelos de análisis de audio.
Estos modelos provienen de otras plataformas, por ejemplo Netflix, que recurre al “filtrado colaborativo” para elaborar sus recomendaciones mediante el tradicional uso de estrellitas con las cuales los usuarios califican determinada serie o película o programa netflixiano.
Spotify utiliza el “filtrado colaborativo” mediante el sistema conocido como “retroalimentación implícita”, que consiste en archivar las acciones de los usuarios cuando guardan una canción en su propia lista de reproducción o visitan la página del artista luego de escuchar una canción. Un espionaje melómano, pues.
Complicadas ecuaciones matemáticas están involucradas en el procesamiento de esos datos extraídos del comportamiento de cada usuario. Manejan dos vectores: vector usuario y vector canción. El filtrado colaborativo compara ambos vectores para buscar gustos similares y hacer así las recomendaciones.
El “Procesamiento de Lenguaje Natural” es para paranoicos: consiste en que Spotify rastrea a diario metadatos, blogs, notas periodísticas y cualquier texto que pongamos en internet, mediante cualquier plataforma, para saber qué decimos acerca de determinada canción, disco, sinfonía o baladita vil, y nuestras opiniones se convierten en vectores matemáticos que se entrecruzan con lo que dicen de esa canción otras personas, espiadas de manera impersonal, para encontrar gustos similares y poner una canción que nos pudiera gustar cuando se termine el disco que estamos escuchando.
El otro método que se utiliza también es para paranoicos: para analizar audios, se recurre a redes neuronales convolucionales: son las que se utilizan, por ejemplo, para los software de reconocimiento facial.
En realidad no hay de qué alarmarse, nadie es espiado con nombre y apellido, no es personal, es un algoritmo: todos estos modelos de análisis se utilizan para encontrar autores, intérpretes, compositores que puedan gustar a quienes están escuchando a, pongamos un ejemplo: Chopin, pues el algoritmo los conduce a Liszt. Si alguien estaba escuchando a Debussy, al terminar el disco, el algoritmo pondrá a sonar un disco de Satie. Es decir, músicas similares.
Y así sucesivamente: si alguien está escuchando a Los Corraleros de Majagual, el algoritmo los puede conducir a otro grupo colombiano de cumbia: Niche, por ejemplo, y como insistimos en que no hay que exagerar ni ponerse paranoico, en ningún caso nos va a llevar el algoritmo luego de Niche a Spinoza o Kant o Descartes, ¿o sí? ¿Y qué tal si el algoritmo ya se puso a hurgar entre mis libros de filosofía? ¿A poco merced al algoritmo ya todo mundo sabe qué leo y por qué? ¿Me saldrá con que hay una cumbia existencialista, un mambo hegeliano, una guaracha cartesiana, una duda existencial?
Por lo pronto, queda científicamente demostrado que el algoritmo es de quien lo trabaja, sí señor.