Las fotografías que profusamente han circulado en las redes sociales durante los recientes días muestran a un varón, entre 40 y 50 años. Sus datos curriculares son escasos y por lo mismo no sabemos lugar, fecha de nacimiento ni su progenie, aunque su apellido nos inclina a suponer ascendencia vasca, catalana o alguna otra de por esos rumbos de la madre patria... de algunos, no la mía.
La imagen es innegablemente grata. Las fotografías son de estudio o realizadas por un profesional en una locación y circunstancias estudiadas. De preferencia un especialista en producshots. Nada de instantáneas, improvisaciones ni menos las ridículas autofotos o selfies, tan usuales hoy.
El modelo seleccionado, seguramente por medio de un riguroso casting, resultó todo un acierto: éste es lo que se suele, en una definición inexplicable, calificar como, “bien parecido” (¿parecido a quién?): perfectamente maquillado, peinado, vestido con atuendos de marca y colores ad hoc. Cabellera abundante, oscura y peinado de acuerdo con un premeditado desgaire. La barba tan cuidada y proporcional al óvalo del rostro hubiera sido la envidia de los virreyes de la Colonia. El defecto que le encontré en la foto principal (un medium shot) es que, en esa distancia y perspectiva, el modelo se ve totalmente desangelado, empequeñecido: los hombros, en lugar de horizontales parecían dos resbaladillas. Enclenque, esmirriado. Ya no me parecía un metrosexual. Si acaso, un medio metrosexual. Venían luego otras fotos, ya más posadas y sugerentes. Regresé a la original y ahora con más detenimiento comencé a descubrir ciertos rasgos, actitudes, reflejos no considerados en la primera vista. Por ejemplo, la mirada condescendiente, pero soberbia. La sonrisita amable, pero desde arriba. En fin, que él, desde su yo profundo nos decía: véanme, soy de a de veras, suertudos. Luego leí y releí el texto de un mensaje que se presentaba como de su autoría y obviamente no daba crédito. Supuse que era una gracejada estúpida y llegué a pensar que se trataba de una sucia jugarreta electrónica de la que el majo galán que aquí se describe no era responsable, sino víctima. Pero en horas, este Josef Mengele (supongo autóctono) reivindicó a su favor su infame estupidez.
Transcribo sus tuits. El primero decía: “Alguien déjele (al presidente López Obrador) HXCQ+AZTR+DOAC+esteroide. En una de esas le da una TV, o una STD, o una DKA y nos libramos de algunos años de mañaneras”. Debajo de estos renglones sin ninguna aclaración se adjuntaban los siguientes nombres: @Julio_Farjat @CynthiaJacksonP @drujackielopez @medicosergio @BrendaCrabtreeR @AndreaGallard @DanielSierraMD8 @AlfredoLopPce @ArgaizR.
Si esta caterva de hijastros… de Hipócrates comparten y respaldan la récipe médica arriba transcrita, les agradeceré que de igual manera, asuman y prorrateen entre ell@s el caudal infinito de protestas, execraciones, reclamos, condenaciones, que la criminal, pero fundamentalmente, estúpida y demencial prescripción médica a la que nos referimos ha provocado en los más diversos sectores sociales. Y, por favor, ayúdenme a no cometer una injusticia: no dejemos por ninguna razón, fuera a la doctora Fernanda Gómez que, con abierto orgullo, nos muestra su calidad humana, su racionalidad, inteligencia y compromiso moral y ético con la opción profesional que hace años definió, tan equívocamente. Lástima, qué lástima, dedicar tantos años para aprender las mejores maneras de proveer a la preservación y renovación de la vida, y terminar amargada, desquiciada, Cruella de Vil, dando a conocer, con un lenguaje carcelario su yo íntimo, que nos habla de una triste existencia.
El segundo mensaje emitido por el provocador de todos estos alegatos es una plena y absoluta confesión (a la que antiguamente se le llamaba “la reina de las pruebas”). Tan estúpidamente concebida y escrita, que no me deja otra que sumarme a todos los epítetos que en las redes le han propinado, pero contribuir con una modesta opinión: se trata de un absoluto capitis deminutio, de un imbécil, de un pobre pendejo.
De pronto descubro que mi aversión al sujeto de todo este indignado alegato, me ha inhibido de la mención puntual de su nombre. Sin necesidad de más adjetivos, lo menciono, con un cubreboca de máxima protección: se trata del señor doctor don Diego Araiza-Garaygordobil… De quien seguiremos platicando.
Por fortuna, como contrapeso a estas bestiales opiniones, en La Jornada de ayer domingo encontré dos noticias muy satisfactorias: el presidente López Obrador ha cubierto ya, y satisfactoriamente, la mitad de la cuarentena a la que lo obligaba el coronavirus. Carlos Slim dejó ya el hospital (en el que celebró su cumpleaños 81). El comportamiento del señor Slim, quien obviamente está en posibilidad de trasladarse en alguno de sus aviones y hasta en la nave gubernamental en permanente sorteo a cualquiera de las más reconocidas clínicas de EU, implícitamente implica un merecido reconocimiento a los profesionales mexicanos, que muy lejanos a la fama y los beneficios económicos se entregan a la investigación científica y al servicio a los seres humanos que más los necesitan. Personalmente he recibido los beneficios de su sapiencia y generosidad: Manuel Campuzano (a sus 95 años) cerró su consultorio particular que muchos y merecidos beneficios le proporcionaba. Ahora, desde las primeras horas de la mañana, se dedica a la investigación, la enseñanza y la atención a los necesitados, pero insolventes. Caros Aguilar Salinas, cada día más sabio y más rudo: o se somete uno a su rigor o ni regrese: sigo vivo. Juan Sierra, investigador cuya dedicación y conocimientos han librado a la familia Rábago/Cano del infierno del Covid. Tengo razones y sentimientos para creer, confiar y defender los sistemas de salud pública del Estado nacional.
Twitter: @ortiztejeda