Otilia permanece junto a la puerta mientras se escuchan los pasos y las risas de los dos hombres que van bajando la escalera. El golpe de la reja al cerrarse pone punto final a la experiencia insólita que acaba de compartir con sus proveedores. Después de años de sostener una relación meramente comercial, por primera vez puede llamarlos Paulo y Andrés. Leyó los nombres en sus gafetes.
Sonríe cuando trata de imaginarse cómo describirán a sus compañeros de trabajo la experiencia que tuvieron y que quizá jamás se repita. Si fuera más joven, sin duda pondrían a su relato un dejo picante y malicioso, pero tratándose de una mujer de su edad, tal vez sólo se refieran a ella como a la señora que en abril perdió a sus dos hermanos, ambos víctimas de la pandemia.
II
Al entrar en su departamento, Otilia repara en la mesa llena de platos con restos de comida, botellas de refresco, servilletas y tres tazas. Después de casi un año de ver sólo un cubierto, esa profusión la alegra, porque la lleva a imaginar que todo sigue igual, que recibió la visita de su familia y ahora debe ordenarlo todo.
Se dispone a retirar los platos pero desiste. “Luego; no hay prisa”, murmura, y toma asiento frente a las dos sillas vacías. No puede creer que a pesar de su timidez se haya atrevido a convertir a sus proveedores en invitados, a sentarlos a su mesa y compartir con ellos la comida que había empezado a cocinar una hora antes sin interés alguno.
Estaba a punto de probar el guisado cuando se anunciaron los repartidores del gas. Aunque molesta por la interrupción, de inmediato le dejó el paso libre hacia el balcón al pelirrojo corpulento –aún no sabía su nombre: Paulo–que, como siempre, llevaba guantes de carnaza y zapatones con la piel cuarteada.
Cuando Paulo terminó el servicio y se fue, Otilia puso el radio para oír las noticias del mediodía y siguió trabajando frente a la estufa. Para su sorpresa, volvió a sonar el timbre y por el interfono oyó la voz áspera de Paulo: “Señora: el camión no arranca. Necesito comunicarme a la planta para que nos manden ayuda, pero no tenemos celular. ¿Podría permitirme su teléfono?” Iba a decirle que estaba descompuesto, pero le pareció mezquino negar ayuda a quien le había brindado un buen servicio durante años.
“Claro que sí. Pase.”
Sin proponérselo, desde la cocina Otilia escucha la petición de Paulo a su distante interlocutor:
–No es cosa de mecánico. Necesitamos una grúa, pero rápido. Ya casi son las dos y nos falta surtir un montón de pedidos... No llames a Manrique, resuélvelo tú. ¿Tienes con qué apuntar la dirección? Pero apúrate, porque estoy hablando por el teléfono que me prestó una clienta.
Paulo agradeció la ayuda, pero antes de salir le preguntó a Otilia dónde pensaba que él y su compañero podían comer. Ella le respondió con una mala noticia:
–Me han dicho que todas las fonditas cerraron, hasta las del mercado. Pero creo que la pizzería sí está abierta.
–Pues sí, pero es más gasto. Hum, qué rico huele: ¿qué está guisando?
–Pollo con verduras. ¿Gusta un taquito?
–No, gracias. Ya le di mucha lata y Andrés está esperándome.
–Pues que suba él también, y así comen los dos. Hay bastante guisado porque los jueves cocino para tres días.
III
Otilia tiene un cambio de humor y se reprocha haber invitado a su mesa a dos extraños que bien pudieron atacarla. Enseguida se corrige. Descarta esa posibilidad con sólo recordar la incomodidad de Paulo y Andrés cuando tomaron sus lugares en la mesa. La escena le recuerda la expresión cohibida de ella y de sus hermanos cuando comían las sobras de la semana que les invitaba todos los sábados la Señora de Blanco –así llamaban en el barrio a la beata que era la dueña de la mejor casa del rumbo.
Otilia reconoce que invitar a los repartidores, además de un atrevimiento, fue una experiencia muy rara. A partir de un momento, ya más relajados, los hombres se pusieron a conversar como si ella no estuviera presente. Si acaso se dirigían a ella era para decirle breves elogios, pero ella esperaba algo más: una plática agradable que la compensara de su prolongado silencio.
IV
Otilia se incorpora de golpe, atemorizada por el agresivo rugido de una alarma que suena en la calle. Se frota los ojos y a tientas busca los lentes que siempre, antes de dormir, pone bajo la almohada. Los buscará en el baño. Cuando se levanta de la cama se da cuenta de que está vestida y tiene los zapatos puestos. Se pregunta qué hora es y mira el reloj:
–Las cinco. Tienen que ser de la tarde. Ni modo que de la mañana.
Eso la lleva a pensar en sus dos invitados y se pregunta si permanecerán en la casa. Pese al temor, decide salir a cerciorarse, aunque ignora cómo les explicará su ausencia y la forma en que va a despedirlos. Se arregla el cabello, comprueba que los botones de su blusa estén cerrados, sale al pasillo y ve hacia el comedor. Está desierto. Se aproxima a la mesa donde sólo hay un juego de platos y otro de cubiertos. Desconcertada, lo mira todo. Orden, silencio.
Amanece. Poco a poco vuelve a su mundo, comprende que otra vez –como ha sucedido varias veces durante su confinamiento– tuvo uno de esos sueños extraños, tan detallados y lógicos que acaban por brindarle una realidad muy distinta a la que vive y donde ya no queda nadie que pueda llamarla por su nombre: Otilia.