Lo que había comenzado como una noticia en una remota provincia de China terminó por ser una epidemia de tres oleadas que mató a millones en todo el planeta. Al inicio, la violencia era no-humana y, por lo tanto, carecía de trama: era un evento que sucedía fuera de nuestro control y decisiones. Se habló entonces de nuestra relación criminal con el planeta, de cómo invadimos esferas desconocidas que liberan virus que nos afectan. También se habló de la salud de los cuerpos, cómo estaban mal alimentados, mórbidos, y vulnerables. Se habló luego de los sistemas médicos que dependen de las ganancias, de su pobre cobertura, y de cómo la enfermedad ponía en evidencia las fracturas del poder y el privilegio. Traspasaba los cuerpos en forma de saliva minúscula y, de igual forma, rompía con las fronteras entre países. Pero lo que el virus le había hecho a las calles, los espacios públicos, las familias, y los cuerpos, la manera en cómo los habían transformado, dejó una desazón atmos-férica, sensible y afectiva que nada enmendaba. Y empezó la búsqueda del culpable.
A diferencia de la guerra y sus muertes sacrificiales, llenas de sentido patriótico, la angustia e impotencia por el contagio no tenían trama, inenarrables, inexplicables. Se le exigió certeza a lo radicalmente incierto. El peligro se saltaba a algunas personas, se ensañaba con otras, y dejaba temblando al resto. Su injusticia aleatoria no nos cupo en las manos. Urgidos de una trama, recurrimos a la de siempre: los condenados. La enfermedad como castigo. Primero, estuvo la culpa del contagiado: ¿Qué hizo? ¿Salió, se reunió, se quitó el cubrebocas, no se lavó las manos? Luego, a un grupo: el que viajó, el inmigrante, el de afuera. Buscar al chivo expiatorio por antonomasia: el paciente cero en China o en Italia, en un laboratorio, en una base militar, un mercado de alimentos exóticos. ¿Quién fue el que provocó las muertes, los encierros, las convalescencias de millones? ¡A la caza del infeliz! Los medios exacerbaron las búsquedas punitivas. Ahora, a los presidentes, primeros ministros; mañana, a los equipos médicos, los científicos que no podían dar respuestas binarias a lo mudable. Las partes más antiguas de nuestros cerebros encontraron amuletos modernos: el cubrebocas que da invulnerabilidad a quien lo porta, como las máscaras en un ritual añejo; las pruebas rápidas como una forma de saber de una vez por todas si uno estaba o no condenado; las vacunas que contuvieron las supuestas ideologías de las naciones que las producían. La rusa, la china, y las de marcas farmacéuticas como estados encubiertos. Encontrábamos algo narrable: los países. Del fondo más atávico emergió la trama de siempre, la de la guerra y una idea ancestral de lo político como negación del otro. Tratamos de borrar la dispersión sin fronteras de la epidemia haciéndola nacional: comparar el número de muertos entre países, los vacunados, las camas ocupadas, los respiradores mecánicos. La guerra se hizo también interna. Estuvimos más cómodos repartiendo culpas que aceptando lo imprevisible. Las teorías de la conspiración, tan útiles para asignarle a una causa simple los problemas complejos, se extendieron sin pudor. Fue el tiempo en que se comenzó a debatir, de nueva cuenta, la censura, quién debía o no asumirse por encima de la expresión de los otros.
Que no lográramos narrar la epidemia por sí misma nos trajo consecuencias que aún ahora se sienten. El duelo no pudo asirse a una trama y se hizo atmosférico. Se desataron en la cultura dos vías de acceso a él: por un lado, las varias ideas de renacimiento que incluyeron la vuelta a la naturaleza, la angustia por ganarle al cambio climático y por preveer nuevos virus escondidos en cuevas y bajo el hielo y, por otro, el desencanto de que, en esta vida, nada terminaba por resolverse. Si bien la cultura del zombie, del muerto viviente que regresa a asediarnos por nuestra falta de duelo ya estaba en marcha antes de la epidemia, tuvo nuevos horizontes, ahora por las teorías de la física cuántica; después, por el renovado interés en la comunicación con los espíritus, las energías, los mensajes que ya no pudieron darse. Todo ello dio lugar a la cultura del cuerpo ausente, ya sea desde nuestras pantallas móviles, ya sea en entramados cada vez más místicos. Del lado del desencanto, las muertes sin sentido político ni martirio trascendente dejaron una estela de silencios, de tartamudeos para tratar de designar lo que se vivió como un tiempo de eterna duración ante la insuficiencia humana. Al arte del encierro le siguió el de los silencios de lo que ya no supimos por nuestra tendencia a la evasión hacia lo incierto, el azar, el horror cotidiano de la biología.
A la fecha, no existen lugares que conmemoren la epidemia. A falta de campos de batalla o héroes nombrables –salvo el genérico de “los médicos de la primera línea”–, la pérdida resonó en reverberaciones difíciles de fijar. Emergió un tipo de cultura que me atreveré a llamar “convaleciente”: aquella en que las cosas se ven como por primera vez después de una larga enfermedad. Sin poder tomar todavía una acción hacia el mundo, el habitante del mundo en recuperación está admirado de nuevo por el mundo a través de su ventana. Quizás por ello, vemos ahora a tanta gente que se pasma ante una flor en un jardín público o el estupor cuando la luz cambia por el simple paso de una nube. A veces hasta parece que piensan en lo que se les perdió.