En general, al Estado mexicano no le ha entusiasmado la autonomía universitaria y se ha propuesto controlarla y, en momentos, hasta eliminarla. Como en 1920, cuando el gobernador Múgica suprimió la primera autonomía en México (Universidad Michoacana, 1917) diciendo que “de continuar la autonomía de la universidad, seguirá ésta constituida en un feudo de directores, quienes ejecutarían todos los caprichos de una voluntad soberana contando para ello no únicamente con la inacción del gobierno, sino con todo su apoyo económico”. (Hernández Díaz., J. y Pérez Pintor, H., 2017:40). Sin embargo, años más tarde (1944) el gobierno de Ávila Camacho, según dice “interviniendo sólo para no intervenir” (secretario Torres Bodet, en Ordorika, 2006: 98ss) promueve que sea un pequeño grupo (Junta de Gobierno) quien nombre a los directivos (y al rector como “jefe nato”) y que ejerzan el control sobre el Consejo Universitario.
Es ésta la solución que el Estado promueve ante la presión de los estudiantes que exigen y, lo peor, ya habían conseguido en la ahora UNAM, una autonomía plena. Es decir, de acuerdo con el Primer Congreso Internacional de Estudiantes, celebrado en México en 1921, que respaldó la propuesta democrática del movimiento de Córdoba (Argentina), la demanda de un gobierno paritario –de profesores y estudiantes– para las universidades. Presionado por las movilizaciones, en 1929 el gobierno había reconocido esa demanda y había dado un respuesta limitada. Sin embargo, poco después, en 1933, y como reacción al álgido conflicto universitario desatado entre liberales e izquierdistas– otorga la autonomía plena, pero la usa como una forma de abandonar a su suerte y hasta hacer naufragar a la universidad. Ésta ya no será “Nacional”, no tendrá respaldo oficial y tampoco acceso a un subsidio gubernamental. Así, de 1933 a 1944, por ley la universidad funciona con un Consejo paritario como máxima autoridad institucional y donde estudiantes y profesores libremente designan al rector y directivos. El asedio y la dinámica interna genera tensiones que, sin embargo, los liberales logran capitalizar (“fuera la política”) para apoyar la reorganización del poder basada en los directivos (Ley Orgánica 1945, vigente). Aunque los alumnos protestan, la representación estudiantil (y de profesores) en el Consejo se reduce drásticamente (Ordorika, 2006: 73ss), y es este el modelo de organización con que de ahí en adelante las legislaturas dotan a nuevas instituciones del país.
A pesar de que hay largos periodos de cierta tranquilidad, la reorganización fincada en los directivos vino a debilitar enormemente a la universidad, y a los mismos funcionarios. De ahora en adelante solos tienen que hacerse cargo de la relación con el Estado. Y el saldo no ha sido favorable. El nombramiento sesgado de autoridades y las decisiones verticales a que invita la organización del poder generan conflictos continuos. La intervención directa del Estado y el carácter hasta secreto de los procesos de negociación con el gobierno son un factor adicional de tensión. La preeminencia del Estado en los presupuestos y, en ocasiones, en los nombramientos, es conflictiva y, además acentúa la dependencia, el control gubernamental y modifica profundamente a las instituciones. En las décadas de los 80 y 90, pese a las resistencias de sindicalizados y estudiantes, los gobiernos neoliberales –con el apoyo de directivos– tuvieron vía libre para fomentar la desigualdad (deshomologación) en los ingresos, acabar con la organización de profesores, estancar los presupuestos, contener la expansión de la matrícula, y dejar que empresas y gobiernos sustituyeran el diálogo universitario con las comunidades y sectores populares. La reforma constitucional de 1980 reconoció parcialmente a los universitarios como trabajadores, pero reforzó a las autoridades frente a los sindicatos y dejó fuera del acuerdo a los estudiantes.
En resumen, la “solución” no sólo no ha funcionado, sino que a favorecido el declive de la universidad autónoma. En la década de los 90 atendía a la mitad de la matrícula superior, hoy, a la tercera parte. Entre más de 5 mil instituciones, son una treintena, y no pocas con problemas de supervivencia o escasos presupuestos. Y todo, atribuible a políticas de Estado poco amigables. ¿Por qué? Barros Sierra habla de un trasfondo de “incomprensión” del Estado para con la universidad, debida a la “creencia” de que “la Universidad es un ente en cierto modo hostil” ( La Jornada. Suplemento Cultural #1042, 22/02/2015) y años más tarde Cristina Barros (su hija), completaba “el Estado sigue viendo a la universidad como un espacio, lejano, ajeno, a veces hostil y no como parte importante de la vida nacional” (Entrevista con Blanche Petrich, La Jornada, 5/10/18). Hoy es un buen momento para hablar de las relaciones de la universidad hacia afuera y al interior. Y recuperarla para el país y para las y los jóvenes.