“Yo no tengo sueños. Los he vivido todos.”
Carlos Fuentes. La zona sagrada.
Aunque nació en la pequeñ a comunidad sonorense de Quiriego, ella siempre se dijo originaria de Álamos, donde fue registrada por sus padres en 1914. La familia se mudó a Guadalajara, así que su infancia y primera juventud se desarrollaron en La Perla Tapatía. Se casó a los 19 y a los 20 años tuvo a su único hijo: Enrique. Pero, como una difícil crónica literaria de pasajes inesperados, la mujer hizo lo opuesto a la historia novelesca común: abandonó a su hijo y a su esposo para buscar fortuna en la Ciudad de México. Impacta a un hombre que la representa y la mete al cine. Su primer crédito en pantalla aparece como María de los Ángeles Félix, aunque pronto se cambiará para ser sólo María Félix, una diva para siempre.
La Doña
Su belleza impacta y la preparan para su lanzamiento. El papel es inmediato para la producción El peñón de las ánimas (1943). Ella encontró el refinamiento verbal, la forma de expresarse, de conducirse con elegancia, gracias, en primer lugar, a Miguel Zacarías, el director, con quien pasó muchos días preparándose para su debut cinematográfico. Zacarías la ayudó a comprender diálogos (combatiendo además su tartamudez) y a desarrollar el arte de la expresión. El resultado de El peñón… no es maravilloso, pero la publicidad destaca “el descubrimiento” de María, una nueva estrella para el cine nacional.
Admirada, con oficio reconocido y con proyectos a escoger, la actriz se puso un traje perfecto para forjar temple histriónico, personaje de vida y nombre de leyenda cuando aceptó filmar Doña Bárbara (1945), del cineasta Fernando de Fuentes. El papel la colocó en el escenario perfecto adaptando la novela de Rómulo Gallegos. Entonces se vuelve La Doña, la mujer indómita, capaz, nunca segundona, nunca inferior. La historia presenta a la hermosa joven viajando con pescadores, quienes se deshacen con bala del joven que la enamora jugándose “la doncellez de la muchacha”. Con el amor muerto y la virginidad arrebatada, ella deja la inconsciencia para convertirse en alguien más. La figura literaria toca la frase narrativa que la describe y la enmarca: “Ya sólo rencor podrá abrigar su alma y nada aplacará su sombrío aborrecimiento de los hombres”. La celebridad es instantánea. María es admirada, deseada, endiosada en sus gestos, su pose, su altivez, su carácter dominante, su voz firme, su seguridad para hablar y para ver a la cámara, para sonreír a los fotógrafos, para ser para siempre tan Doña y tan Bárbara como el personaje que la hizo ser en el cine y, queda claro, en la vida.
Cintas como María Eugenia (Felipe Gregorio Castillo, 1943), La china poblana (Fernando A. Palacios, 1944), La mujer sin alma (Luis Enrique Galindo, 1944) o La monja Alférez (Emilio Gómez Muriel, 1944) la afirman en un medio del que no estaba convencida, menos después de su primera experiencia siendo atacada y ninguneada por Jorge Negrete, quien no quería de coestelar a una desconocida.
La diosa jamás arrodillada
En la serie de fliptops que lanzó filmoteca de la UNAM en 1995 denominado Diez segundos del cine nacional, el escritor Carlos Monsiváis, compilador de las escenas, apuntó en el correspondiente a la cinta La cucaracha (Ismael Rodríguez, 1959): “María Félix se apropia de la Revolución mexicana y convierte las trincheras en pasarelas. Se desvanece la sufrida mujer mexicana y aparece, bella y amazónica, la voluntad femenina”.
La definición es precisa, si bien ese arrojo del vigor femenino, más poderoso que su careta de hermosura excelsa, ya había mostrado a la Félix como la hembra capaz de defender lo suyo arriesgando la vida, con la sensibilidad de partir al destino de la revuelta soldadera del amado en Enamorada (Emilio Fernández, 1946). Es idílico y es onírico, porque es el mexicanismo del indio que pinta el país como se sueña, como se anhela. Y María pasa por el tremendismo trágico de Río Escondido (Emilio Fernández, 1946), como maestra rural defendiendo al pueblo del cacique (Carlos López Moctezuma), arriesgando la vida por los alumnos que se emborrachan porque les han quitado el agua. Un infante puede morir y María, más ella que su personaje, grita: “¡Ese niño es México!”. Sollozo y grito, furia y reto; es siempre María.
Los largometrajes Juana Gallo (Miguel Zacarías, 1960) y La Bandida (Roberto Rodríguez, 1963) la presentan en un personaje que ya había sido de otras formas. Es temible, seductora, letal y ganadora. Interpretar a María Mendoza La Bandida obligaba a tener una actriz de gran belleza y carácter; capaz de mostrar el pecho con iracundia retadora, armar revuelta para abrir su propio burdel, hacer que los hombres quisieran matarse por tenerla… sólo La Doña. La actriz y Pedro Armendáriz volverían a compartir set para La Escondida (Roberto Gavaldón, 1955), Canasta de cuentos mexicanos (Julio Bracho, 1956) y Café Colón (Benito Alazraki, 1958).
Aceptaría la comedia con sesgos paródicos de la revolucionaria gallona pero seducida en La Valentina (Rogelio A. González, 1965), donde Eulalio González Piporro le atiza de nalgadas. El comando de soldados con canana camino de la muerte la aguardó para otro combate, el último, en La Generala (Juan Ibáñez, 1970), al lado de Ignacio López Tarso. Con esta cinta se retiró del cine.
Paco Ignacio Taibo I la biografió estupendamente en el libro María Félix. 47 pasos por el cine (2004), donde asentó ser testigo de lo que ella actuaba fuera de cámaras: “Asombrosa estatua que se sabe reina, esta María Félix desplaza sus propias películas con su presencia”. Esa estatua se casó con Agustín Lara y Jorge Negrete, su primer galán fílmico, su primer rival, y de quien enviudaría. La pareja filmó también Reportaje y El Rapto en 1953, poco antes de que él falleciera. En 1955, dos años después de la muerte, se lanzó la cinta El charro inmortal (Rafael E. Portas), una compilación de algunos de los grandes momentos de Negrete en la pantalla. Entre muchos materiales, contiene la filmación de la boda con María Félix, donde se aprecian invitados como Diego Rivera, Emilio Indio Fernández, Luis Aguilar, Fernando Soler o Columba Domínguez. Se fue el charro, pero el entorno de María fue siempre el de esa escala de celebridades en México y el extranjero, filmando también en España, Italia, Argentina y Francia, donde la dirigió Jean Renoir para French-Cancan (1954).
Los cinematógrafos Gabriel Figueroa, Alex Philips o Rosalío Solano la enmarcaron para gloria de su estrella, en su perpetua búsqueda de erigirse como marmórea beldad añorada, incluso en los papeles que exigieron más de su expresión que de su seducción (pese al desnudo), como en Amor y sexo (Luis Alcoriza, 1963). Sus desplantes tenían un principio que procuraba no pisar la desmesura; esa fuerza es la que carga María en películas como La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947), Doña Diabla (Tito Davison, 1948), Flor de mayo (Roberto Gavaldón, 1957), Miércoles de ceniza (Roberto Gavaldón, 1958). Cruza las aguas dramáticas aunque no se le pueda creer indígena en Maclovia (Emilio Fernández, 1948), pero gustó como Mesalina (1951) del italiano Carmine Gallone y Camelia (Roberto Gavaldón, 1953), donde también las historias, personajes y fidelidades históricas o fabulescas funcionan como dicta la cámara. La mujer que fue indígena en una cinta, años después es la blanca idealizada como Virgen cristiana de la que se enamora Tizoc (Ismael Rodríguez, 1956). La película encanta a todos, gana premios internacionales y es criticada por idealizar de nuevo al indígena, al que además ahora se le llena de una ingenuidad sojuzgada por la fe: ama a una mujer que parece imagen de adoración.
La Zona de María
Carlos Fuentes retrató con gran creatividad e inteligencia el mundo de María y su vida de estrella cinematográfica en la novela Zona sagrada. El personaje se llama Claudia, pero es entendido por todos que se trata de María, de la visión de su hijo Enrique, del mundo en que se mueve como parte del jet set internacional. La actriz no niega ser el personaje y de hecho se hacen esfuerzos para llevar la obra a la pantalla. Hay tratamientos de guion, juntas, lecturas, pruebas, va a dirigir Luis Alcoriza… no llega la película. Sin embargo, distintos pasajes del libro la dibujan con la fidelidad que a ella le gustaba, momentos en que es tan dueña de su camino como de los elementos en torno.
Escribe Fuentes: “Claudia se detiene en la verja de su casa, con los dedos extendidos dentro de los guantes, con esa pose de hechicera por el maniquí autorizada por la suntuosidad de su atuendo, por el frío real de esta mañana que yo quisiera sentir caluroso. Que quizá lo sea: Claudia crea sus climas y los arrastra con ella a donde quiere”. Más adelante, en un rodaje, el hijo asienta lo que ella es por encima de la ficción que se retrata y de todas las cosas. “Exiliada, porque no hay acto de creación sin un hermoso ángel caído que refleje la belleza perdida de mi madre cuando ella se complete en la imagen de la muerte y asuma el horror probable, lo anuncie con ese temblor infernal, cuando ella recupere, gracias al reflejo, la máscara del candor y de la vida”.
Eternidad
María falleció el día de su cumpleaños 88, el lunes 8 de abril de 2002. Llamaron amigos para felicitarla muy temprano y se descubrió que había muerto en la madrugada. Sin queja, sin dolor, sin alarma, en el sueño profundo que fue su propia vida, colmada de grandezas. Como dijo Octavio Paz: “María nació dos veces: sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí misma”.