Seguramente debamos recurrir a la memoria para ubicar al juez Guzmán. Su historia es un ejemplo de dignidad. Entendió la justicia como una labor en la cual el Poder Judicial y la ley no son reductos desde los cuales manipular los hechos para beneficiar a los poderosos de siempre. Nunca se consideró un empleado al servicio de las plutocracias. Guzmán Tapia creyó en la división de poderes, y así ejerció su magistratura. Fue testigo, en múltiples ocasiones, de jueces que agacharon la cabeza, prefiriendo una carrera judicial sin espinas y así, cumplir los deseos de los amos del país. En Chile ese ha sido el camino de muchos, más durante la dictadura del general Augusto Pinochet. No fue el caso de Guzmán Tapia. Su amor a la justicia, su deseo de ser fiel a los principios éticos sobre los cuales se asentó su labor marcaron sus decisiones. Desde su primer nombramiento en el sur de Chile como juez en Panguipulli, allá por 1972, se notó su impronta. Territorio mapuche, visualizó la pobreza, las falsas acusaciones de los terratenientes, la discriminación, el encarcelamiento arbitrario de Lonkos. No claudicó ante las presiones de los oligarcas. A su muerte, el vocero mapuche de la Coordinadora Arauco-Malleco, Héctor Llaitul, señala que el juez Guzmán no sólo debe ser recordado por su valentía en el encausamiento a Pinochet, sino por haber contribuido “a la lucha de nuestro pueblo que se expresó concretamente en una acción decidida en asumir la defensa de algunos dirigentes mapuches perseguidos por el Estado chileno”.
Los derechos humanos fueron su campo de batalla. Pero su vida fue un constante bregar contra su procedencia de clase, amigos y familiares. A fines de los años 60, en pleno gobierno de la Democracia Cristiana, Guzmán era un estudiante de derecho, ideológicamente conservador, unido a los grupos de choque de la derecha, donde, “influido por una propaganda anticomunista primitiva, el ignorante que yo era se dejaba arrastrar. Un día, un amigo y yo nos preguntamos qué estábamos haciendo en esa parodia de milicia. No logramos encontrar una razón válida y desertamos. Sin embargo, había perdido algo de mi dignidad en esa aventura”.
El triunfo de la Unidad Popular encontró al joven licenciado con ganas de entrar a la carrera judicial. Fue un crítico de Salvador Allende. En 1973, apoyo el putsch. Tres de sus tíos eran militares de carrera, cómo no confiar en la institución armada. El golpe de Estado provocó en su espíritu una sensación de liberación. Chile abandonaba la deriva comunista. Así lo relata en sus memorias, En el borde del mundo: “Destapamos una botella de champaña antes de desayunar. Brindamos por el fin de la pesadilla, esos tres años de escasez socialista que queríamos olvidar de prisa. Al llevarme la copa a los labios, estaba lejos de imaginar que una represión implacable se abatiría sobre Chile durante largos años. Habían aplastado el derecho y la justicia los valores en que entonces más creía, y yo alzaba la copa. Las grandes convulsiones políticas nos suelen cegar y nos hacen perder de vista nuestros marcos de referencia. Aún más en mi caso, cuando uno es un espectador melancólico que ama la tranquilidad”.
Pasaron unos años, en los que el juez y su familia mantuvo su apoyo a la dictadura, haciendo oídos sordos a las denuncias de torturas, desapariciones forzadas y crímenes de lesa humanidad. Para él, eran acusaciones infundadas. Pero lentamente se produciría un cambio en su interior, el malestar dio paso a una trasformación radical en su ideología. Fueron los casos de violaciones de los derechos humanos, las fotos de los cuerpos de hombres y mujeres torturados sobre su despacho, las peticiones de habeas corpus, interpuestas, rechazadas, lo que termina por convencerlo de la barbarie que escondía la dictadura. Ya nada lo detendría.
El 12 de enero de 1998 Gladys Marín, secretaria general del Partido Comunista de Chile, presentaba, en la Corte de Apelaciones de Santiago, la querella contra Pinochet. El 20 de enero, el juez instructor, Juan Guzmán Tapia, admite a trámite la querella. Su vida dará un vuelco, pero no claudicó ni se dejó intimidar. Su esfuerzo y sentido de la responsabilidad primaron frente a las presiones del poder, el rechazo de sus compañeros, las amenazas y la furia de la derecha. No buscó protagonismo, consciente de su papel como juez instructor, respetó a las víctimas. Tomó un camino que pocos se atreven, romper con el poder. Dignidad, frente a sumisión y la cobardía. Fue consciente de sus consecuencias: “en 35 años de ejercicio en el seno de la magistratura chilena, en todos los escalones por los que he pasado, pude medir hasta qué punto la justicia estaba al servicio de los poderosos. No acepté ese estado de cosas y me aferré al ideal de una justicia que debía aplicarse de manera idéntica a cada uno, cualquiera fuera su origen. Había terminado por convertirme en subversivo”. Su muerte deja un vacío, pero su ejemplo permite recoger el testigo. No es fácil romper con las creencias, ideologías, presiones y dinámicas del poder, él lo hizo, desde la soledad de su conciencia. Hizo camino al andar.