De los viejos colonialismos y sus secuelas estamos lejos de habernos librado en nuestra América. Es el caso de Venezuela y los planes imperialistas actuales para convertir a su ancestral componente de la Guayana Esequiba –rico en recursos naturales, de posición geoestratégica y geoeconómica envidiables a escala regional– en un factor de provocación permanente contra Caracas y de amenaza a su soberanía por tratarse de un territorio en disputa con la vecina Guyana: un recurso envenenado, además, para dividir a los pueblos del Caribe y, en general, de nuestra América. Todo ello aceitado por una catarata mediática antivenezolana por cuenta de la petrolera estadunidense Anadarko.
La Guyana Esequiba fue parte de la capitanía general de Venezuela desde el siglo XIV, lo cual es sustentado por abundante evidencia histórica y prolífica cartografía. Pese a los irrefutables títulos de Caracas sobre el territorio de la Guyana Esequiba, explica el historiador Luis Britto, las autoridades venezolanas de finales del siglo XIX venían de sufrir un largo proceso “de extralimitaciones, usurpaciones y abusos” de Gran Bretaña y caen en la ingenuidad de entregar la decisión sobre el territorio a la junta arbitral extranjera que emitió el llamado Laudo de París de 1899 y entregó el territorio a Gran Bretaña.
No obstante, la exhaustiva documentación presentada por Venezuela décadas después, en 1966, ante la Asamblea General de la ONU, conduce a la Declaración de Ginebra mediante la cual el organismo internacional desestimaba el Laudo de París y ordenaba a las partes (Venezuela y Reino Unido, primero; luego Venezuela y la recién independizada colonia británica llamada desde entonces República Cooperativa de Guyana) encontrar una solución al diferendo territorial por medio del diálogo amistoso. El conflicto escala a partir de la década de 2000, al entregar Guyana ilegalmente concesiones petroleras en la zona en disputa y realizar graves provocaciones. Alentada por el inefable Mike Pompeo se promueve la creación de una realidad virtual paralela que pretende negar los derechos de Caracas sobre el área de varias decenas de kilómetros cuadrados.
La situación se agrava al presentar Guyana el caso ante la Corte Penal Internacional (CPI) y que ésta le haya dado entrada, aparentemente con el acuerdo del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, pese a que Venezuela no reconoce ese mecanismo. Se intenta reflotar el laudo infame de 1899.
Frente a hechos de tan extrema gravedad, el país bolivariano ha desencadenado una ofensiva diplomática ante los organismos internacionales y los gobiernos del mundo para explicar sus razones y ha emplazado a Guterres a dejar clara su postura en el caso.
La intervención de la CPI obvia ostensiblemente la Declaración de Ginebra de 1966, y, contra su propio estatuto, actúa sólo a solicitud de Guyana sin el consentimiento de Venezuela. La jerarquía de una decisión de la ONU excluye otro recurso para dirimir el conflicto que no sea la Declaración de Ginebra, extremo al que Venezuela se ha apegado siempre. Únicamente los muy poderosos recursos petroleros y financieros que pretenden apoderarse de Guayana podían inducir al gobierno de ésta a reclamar ante la CPI la puesta en vigor del laudo arbitral de París, que Venezuela no reconoce y acaba de rechazar la semana pasada mediante un acuerdo unánime de la recién electa Asamblea Nacional, y sendas cartas del presidente Nicolás Maduro a Guterres y al presidente pro témpore de la CPI.
Es esencial mantener este conflicto dentro de los límites de la diplomacia y el diálogo constructivo entre las partes, como ha subrayado Maduro, y evitar que hablen las armas. Lo contrario sería muy dañino a la unidad de nuestra América y sólo fortalecería al imperialismo. Maduro ha proclamado que Venezuela recuperará lo que es suyo por medios pacíficos.
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