No podemos entendernos, pero quizá podríamos escucharnos.
Hablábamos de una crisis civilizatoria y mucha gente, en el mundo entero, se movilizaba contra el régimen dominante, patriarcal y capitalista, encarnado en estados-nación supuestamente democráticos. Pero llegó el Covid. Ocupó toda la atención y se usó para legitimar formas del estado de excepción que han estado organizando los comportamientos colectivos ante la “pandemia”. La diversidad ante políticas y medidas de los gobiernos se profundizó a lo largo de 2020 y empezamos 2021 con una gran polarización.
Hay todavía quienes niegan la existencia del virus o se oponen a las medidas tomadas en nombre de derechos individuales. En general, forman parte de corrientes políticas de derecha. Son muy visibles en países como Estados Unidos.
Personas comunes, sesudos analistas y prominentes intelectuales aceptan las políticas adoptadas y hasta las celebran. Reconozcan o no que la información y el conocimiento sobre el virus son muy deficientes, les parece que confinamiento, cubrebocas, prohibición de concentraciones y paralización económica son medidas sensatas y adecuadas para reducir el contagio. Hay que apegarse a esas normas por uno mismo y por los demás.
Descalifican abiertamente a quienes reconocemos la amenaza, pero consideramos que casi todas las medidas tomadas no sólo son inadecuadas, sino contraproductivas, que han causado más muertes que las atribuidas al virus. Practicamos organizadamente y proponemos actitudes, prácticas y medidas que están demostrando buenos resultados para lidiar con el virus, sobre todo en comunidades en que es posible hacerlo en libertad y sin demasiado conflicto con las autoridades.
El debate entre estos bandos es casi inexistente y cuando llega a darse parece diálogo de sordos. No hay intercambio de argumentos o datos duros, sino mutua descalificación. Nos clasificamos unos a otros en diversas categorías que intentan ser descriptivas y humillantes a la vez. Agamben se ha vuelto blanco favorito de muchos analistas, que llaman terraplanistas a quienes compartimos sus puntos de vista. Trump y Bolsonaro se mencionan frecuentemente como ejemplos de irresponsabilidad, por negarse al manejo profesional del asunto. Se descartan argumentos sensatos, como la antigua idea médica de que el remedio no debe ser peor que la enfermedad, sólo porque alguno de ellos la sostuvo.
La ciencia es fuente de desacuerdo. La afirmación del presidente Joe Biden, “se basa en la ciencia, no en la política”, es ampliamente compartida. Para nosotros, en cambio, la ciencia médica no ha logrado caracterizar con precisión la enfermedad atribuida al virus y ha sido incapaz de proponer fórmulas confiables para la prevención o el tratamiento. El confinamiento o el cubrebocas carecen de todo fundamento científico. No creemos que sea legítimo seguir usando la ciencia para esconder bajo su manto decisiones morales incorrectas tomadas por razones políticas.
El lenguaje dominante es bélico. Se trata de “derrotar a la pandemia”, como indicó Biden. Se piensa ganar esa guerra con las normas prescritas y con la vacuna, la cual ahondará las diferencias, porque nuestras reservas sobre ella se ven ya como dogmatismo irresponsable. Además, tardará mucho en llegar a 70 por ciento de la población, que es el mínimo necesario para lograr la inmunidad colectiva que se busca con ella.
La obscena contabilidad de cuerpos individuales, propia de toda guerra, sirve para confundir y mantener el miedo. Se infla el número de “casos” con pruebas inexactas y se sabe que la mayoría de los infectados no tendrá síntoma alguno o se recuperará sin dificultad. Se hacen referencias equívocas al pasado. Por la “peste negra” murió la mitad de los europeos. Los virus que trajeron los españoles mataron a 90 por ciento de quienes vivían por acá. Con la “gripe española” murieron 3 por ciento de los humanos de entonces. Los “casos” de la “pandemia” actual son menos de 3 por ciento de la población mundial; los muertos que se le atribuyen no llegan a la tercera parte de uno por ciento...
Necesitamos recuperar sentido de la proporción y tener claras las prioridades. Los porcentajes de infectados y muertos son más altos en ciertos grupos: los que padecen hambre, desnutrición, debilitamiento de sus defensas, enfermedades crónicas. Mueren más personas de enfermedades virales por falta de acceso al agua potable que del coronavirus. De todo eso deberíamos estarnos ocupando. De prohibir, por ejemplo, la comida chatarra, que mata más personas que el virus…
Señala Biden que su política, ajustada al patrón convencional, “se basa en la verdad, no en la negación”. Pero cada grupo considera como “verdad” cosas muy distintas. Por eso es diálogo de sordos. Y las diferencias no sólo implican confrontación. Derivan también en violencia. ¿Cómo evitar que se ahonden todavía más?
No estamos hablando de enemigos irreconciliables. Esta polarización aparece incluso entre quienes comparten el compromiso con la lucha antipatriarcal y anticapitalista. ¿Para qué mantener la distancia entre nosotros? ¿No es hora de escucharnos?