Subsumida en la diarrea de placer provocada por el regreso a la Casa Blanca de la mancuerna Obama-Biden en los principales exponentes de la comentocracia hegemónica local, el “refrito” periodístico de la declaración de un testigo protegido de la Fiscalía General de la República (FGR) por un diario capitalino ha vuelto a poner en la agenda pública el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa detenidos-desaparecidos en Iguala los días 26 y 27 de septiembre de 2014. En particular, la probable responsabilidad en el hecho de elementos castrenses que prestaban servicio en los batallones 27 y 41 de Infantería que compartían cuartel en Iguala y la cadena de mando que, por línea ascendente, llegaba hasta el entonces titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos.
A la sazón, en su doble condición de héroe/villano, traidor a la patria/mártir (estigmatización vs. idealización), Cienfuegos está atrapado en la coyuntura en el escándalo político que enfrenta al presidente Andrés Manuel López Obrador, al fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, y al Ejército como institución, con el Departamento de Justicia y la agencia antidrogas (DEA) de Estados Unidos, a raíz de la desaseada decisión exprés del titular de la FGR del no ejercicio de la acción penal contra el ex secretario de Defensa, acusado ante un tribunal de Nueva York de traficar miles de kilogramos de cocaína, heroína, metanfetaminas y mariguana y de blanquear dinero del narcotráfico, con base en evidencias que, según el jefe del Ejecutivo mexicano, fueron “fabricadas”.
Como dice John B. Thompson, “los escándalos políticos no se limitan a ‘suceder’: son traídos al mundo”. Y encarnan, sobre todo, luchas por el poder simbólico que la confianza y la reputación dan o quitan a personajes o instituciones públicas. En el caso de marras, la pugna entre la DEA y AMLO en torno a la revelación de lo que en el caso Cienfuegos se quiso o no ocultar y las estrategias para tratar de cubrirlo o exhibirlo, se volvieron parte integral del drama.
Los escándalos son político-mediáticos y se los puede comprender como una manifestación del poder de los medios. Además, son fenómenos polisémicos, es decir, no tienen una interpretación uniforme: ésta depende de los intereses defendidos por cada casa editorial. Los discursos asociados con el escándalo pueden ser legitimadores del sistema dominante o el gobierno de turno, o cuestionar al poder del momento y en ese sentido actuar como elementos desestructurantes de una hegemonía. Pero pueden también funcionar como elementos importantes para activar la memoria colectiva de la sociedad.
Un nuevo escándalo quita al anterior. El despliegue en primera plana del diario Reforma el 20 de enero, de una filtración publicada en Proceso el 12 de julio de 2020 –lo que Edison Lanza denomina “la prescripción de una primicia”: la publicación con bombo y platillo de una primicia anterior con algún retoque narrativo o aporte extra− se planteó en el terreno del poder y de la lucha por la opinión pública. El objetivo del periódico opositor pudo ser mantener al Ejército y a Cienfuegos en la agenda pública, pero enfocados ahora al crimen de Ayotzinapa/Iguala, lo que podría tener la intención de debilitar aún más a la institución castrense, en la que se ha venido apoyando López Obrador para sus programas gubernamentales, para obstruir y/o minar la nueva hegemonía en gestación, en vísperas de los comicios de este año.
No obstante, desde la perspectiva de las víctimas y la reivindicación de la verdad jurídica y la memoria histórica, el testimonio ministerial de “Juan”, presunto líder del grupo criminal Guerreros Unidos (citado por ambos medios), abona la idea de una operación conjunta de militares, policías y narcotraficantes en los sucesos de Iguala, y en particular, sobre la actuación del capitán José Martínez Crespo (detenido en noviembre pasado), el teniente Joel Chávez, el soldado Eduardo Mota y otros 15 elementos de los batallones 27 y 41 de infantería, en la detención-desaparición de un número indeterminado de normalistas de Ayotzinapa −incluida la eventual muerte en los “interrogatorios” de algunos de ellos−, todos los cuales habrían sido entregados a una célula del grupo criminal conocida como Los Tilos, que los habría destazado, incinerado y disuelto en ácido.
El subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, validó de hecho los dichos del testigo “Juan”, al anunciar una denuncia penal por la “filtración” de sus declaraciones a Reforma. A su vez, el titular de la Sedena, general Luis Cresencio Sandoval, señaló que si en el cumplimiento de sus misiones “alguno de nuestros elementos […] comete errores”, deberá “responder” por ellos, lo que parecería ser una tácita aceptación de la culpabilidad de un grupo de soldados, oficiales y sus mandos superiores en los hechos de Iguala. Sólo que la tortura y la detención-desaparición de personas no son “errores”, sino que constituyen delitos de lesa humanidad. Crímenes de Estado.
Se desmorona la “verdad histórica” del ex procurador Jesús Murillo Karam, fabricada con el torturador y prófugo de la justicia Tomás Zerón, con ficha roja de la Interpol y protegido por Israel; pero queda saber si finalmente la justicia alcanzará a los militares protegidos por el ex secretario de Defensa Salvador Cienfuegos –“no permitiré que gente desconocida interrogue a mis soldados”, Noticieros Televisa, 5/10/15−, incluidos sus mandos de entonces, el ahora general José Rodríguez Pérez y el superior de éste la noche de Iguala, general Alejandro Saavedra Hernández.