Una bocanada de aire puro, acompañada de un gran suspiro, se sintió en Estados Unidos el pasado 20 de enero cuando, por fin, Joseph Biden rindió juramento como presidente de la nación. Su discurso hiló una idea que había venido expresando desde hace muchos meses: la necesidad de romper con la perniciosa división, odio y mentira, marcas registradas de su antecesor. El cambio a un lenguaje sencillo y la ausencia de grandiosidad y carencia de adjetivos innecesarios se agradeció, porque permitió que los millones que lo escucharon, al menos en Estados Unidos, entendieran con diáfana claridad los retos inmediatos que enfrenta Biden, y con él todo el país. El “centrismo” con que Biden intenta abordar los problemas más ingentes parece ser la vía inmediata para saltar los primeros obstáculos en el horizonte del país.
Mediante una docena de órdenes ejecutivas (decretos), Biden procedió a deshacer los entuertos que Donald Trump construyó en los cuatro años anteriores. La mayor parte de ellos cancelan las graves decisiones que su antecesor había tomado contra la más mínima consideración por millones de personas y una ausencia total de sentido común sobre la convivencia civilizada. Entre los principales acuerdos firmados por Biden están: el retorno al Acuerdo de París sobre el Medio Ambiente y a la Organización Mundial de la Salud, en concierto con la lucha para superar la pandemia; la ratificación de la disposición firmada por el gobierno de Barack Obama para amparar a quienes llegaron al país siendo menores de edad (dreamers); la suspensión inmediata de la construcción del muro en la frontera con México, y la rescisión de la orden que cancela la emisión de visas a los ciudadanos de países predominantemente musulmanes y africanos; en materia de salud pública la exigencia de usar cubreboca a todo aquel que ingrese a un edificio del gobierno federal. Tal vez la determinación más importante y urgente fue la de apremiar al Congreso para que sea aprobado un nuevo paquete de rescate de casi 2 trillones de dólares en el que se destacan los recursos para combatir la pandemia y el apoyo directo a quienes han sido afectados por ella.
En congruencia con esas medidas, Biden rompió con la improvisación del nepotismo y clientelismo que distinguieron a la pasada administración: la atrabiliaria manera en que Trump nombró a una serie de arribistas que obedecían a sus intereses políticos y económicos, pero carecían de experiencia y no tenían la menor idea de las labores que desempeñaban las oficinas a las que fueron designados.
En contraste con esa lamentable serie de nombramientos, Biden ha nominado para integrar su gabinete a un amplio grupo de especialistas reconocidos por su profesionalismo y honestidad, algunos con una larga historia de servicio en la administración pública. Lo mismo en el Departamento del Tesoro que en la Secretaría de Estado o en la de Seguridad Interna. Todas las nominaciones han recaído en funcionarios que, además, se distinguen por su compromiso con el proyecto de la nación que Joe Biden intenta reconstruir. Sería saludable que cuando comparezcan en la Cámara de Senadores todos demuestren su capacidad para dirigir las tareas que se les encomiendan y sean ratificados.
Tal vez, debido a la gravedad de la fracasada asonada del pasado 6 de enero, la mayoría de los legisladores entiendan la necesidad de acuerdos civilizados, dejando de lado los ataques y la retórica que prevaleció durante los pasados años. Pero, a pesar de ello, ya hay objeciones a las medidas que el presidente Biden emprendió el mismo día en que llegó a la Casa Blanca. Las presiones de uno y otro lado del espectro político para hacer valer sus demandas ya encontraron eco en algunos medios de comunicación. No se ve fácil la tarea de Biden para superar la crisis y restañar las heridas abiertas en el pasado inmediato.