En una memorable entrevista para Rolling Stone en 1978, Susan Sontag alertaba contra el solipsismo en la cultura contemporánea, ese excesivo recurso de relacionar todo (lecturas, películas, experiencias ajenas o colectivas) con la historia propia, única que en el fondo parece importar. “Es la gran tentación de la sensibilidad moderna. Pensar que todo está en la cabeza” (Jonathan Cott, Yale Press, 2013). Sontag estaba lejos todavía de la era internáutica, las redes sociales, los reality shows y la anomia en público que nos trajo el siglo XXI.
Un tópico recurrente en los pensadores en cierto modo reaccionarios, como el alemán Byung Chul Han, parte de que en la actual era virtual y digital (aumentada en pandemia) vivimos un narcisismo “en el vacío”. De allí elabora una serie de interpretaciones negativas del actual aislamiento y el reino de los autorretratos en un mundo de relaciones íntimas-próximas imposibles, suerte de espejismo. Menos terminante, más “filosófico”, Zigmunt Bauman compartía la incomodidad de Byung Chul Han con el estado de cosas en las relaciones humanas. Las populares teorías “líquidas” de Bauman, con lo penetrantes que son, han venido al dedillo para explicar el periodo actual de soledad planetaria. En una entrevista de 2014, Bauman reiteraba que la clave está en el miedo a la soledad, y subrayaba que Mark Zuckerberg, propietario de Facebook, había ganado 50 mil millones en la bolsa de valores con ese miedo. Su éxito es muy simple, decía, “Zuckerberg puso el dedo en la mina de oro. Y la mina de oro era el miedo de la gente a ser abandonada. Facebook es la forma en la que a pesar de estar solos, estamos conectados”.
Ya no basta con opinar y juzgar los “nuevos” modos de socializar, ni si son buenos o malos, evolución o decadencia. Hemos de mirar adelante, por una vez ganar a los Zukerberg (Gates, Jobs, Bezos) que llevan rato definiendo un futuro donde estamos sometidos al panóptico carcelario que estudiara Foucault. Nuestras vidas consisten en una serie de “datos” con valor en el mercado. Cuando más nos ensimismamos, más nos exhibimos.
Lo dicho viene a cuento con Virus sin corona (Universidad de la Ciudad de México, 2020), colección de “crónicas de la pandemia” de intensa lectura, escritas por medio centenar de autores, a la convocatoria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México por ocho semanas entre abril y agosto de 2020, a un concurso con ocho jurados distintos. Algunos autores por azar, muchos otros académicos sociales, escritores o estudiantes, tenemos un recorrido por el tramo inicial de la pandemia que arranca, literalmente, en China, con el retorno de una investigadora a México, a través de Estados Unidos, el 2 de febrero. El volumen retrata con nitidez el viaje personal tan tremendo que experimenta hoy el género humano. En concreto, lo que ha sido vivir la pandemia en nuestras ciudades.
Los textos plantean una disyuntiva de términos. ¿Qué es una crónica, y qué, un testimonio? A diferencia de la consistente tradición en la crónica mexicana de desdibujar al narrador en el relato, Virus sin corona, acorde con los tiempos en curso, está edificado en la primera persona del singular, aun si recoge vivencias de alguien más o juega con la ficción (un recurso en ocasiones válido). La pandemia está siendo contada todo el tiempo en multitud de testimonios que circulan espontáneamente en las redes sociales. Historias de enfermedad, muerte, absurdidad o sobrevivencia cotidiana, entre el fastidio y lo excepcional habitualmente por el lado malo.
De alguna manera, esta relación de episodios y reflexiones no es narcisista en el sentido de que han venido estableciendo las redes sociales y la diseminación en línea. De pronto resulta difícil documentar lo que sucede si estamos encerrados y quietos. Se plantea aquí otra pregunta: ¿es posible la crónica desde el confinamiento?
Hoy buena parte del periodismo y la crónica se hacen por teléfono o en línea, con “presencia” en tiempo real gracias a la hiperconexión panóptica y la multitud de registros gráficos de todo en todas partes. A pesar de ello, Virus sin corona revela la experiencia epidérmica y mental de los hechos, y la preminencia pública que han adquirido los espacios cerrados, la conmoción constante que significa pisar la calle, viajar en transporte público, y más, necesitar un hospital. Una de las mejores narraciones del libro (“Con algo más que un brazo roto”, de Liliana Imelda Gómez Vega, pp. 93-96) va del amanecer un día en su cama como si nada a sufrir una caída casual por un susto del gato. Lo que pintaba para un día más se torna turbulencia mayor. La joven normalista ha de ir al hospital a que le enyesen el brazo, y con ese dolor concreto atraviesa las calles de la ciudad y establece una empatía subconsciente con el débil, “el hombre del semáforo” al que no presta atención y acaba dejando la verdadera huella del relato. Si lo personal es público, entonces es político.