Por más que tratemos de olvidar a la economía y sus veleidades, cargadas de ominosos mensajes, no es posible. La economía, máquina diabólica, pero cargada siempre de promesas, llena todos nuestros espacios de vida y comunicación; somos una sociedad económica en la que se compran y se venden toda clase de bienes, hasta nuestras propias capacidades resumidas en el vocablo trabajo asalariado. Asumirnos como parte de dicha maquinaria obliga a preguntar(nos) cómo modular sus despropósitos y defendernos de su cadena de tentaciones cuyo eslabón primario es la de ser todos actores maximizadores y racionales.
De esto se trataba la “revolución capitalista” para los capitalistas, la de los ricos estudiada por Carlos Tello y Jorge Ibarra, que alcanzó su cumbre a finales del siglo XX e inicios del actual: el arribo a una sociedad económica con alcances planetarios, articulada por un mercado mundial y, con el tiempo, unos órdenes políticos estandarizados por la democracia representativa y la “jibarización” de los estados nacionales. Así ordenaba el mandato emanado de las crisis de las décadas de los 70 y 80, cuando se fraguó la globalización neoliberal y, casi en paralelo, emergió una nueva potencia capaz de crecer y concentrar, cambiar sus estructuras demográficas y laborales y hasta presentarse como una alternativa al Prometeo desatado por la globalización y el derrumbe del comunismo soviético.
En medio de la catástrofe económica ybajo la tormenta social por ella desatada,Roosevelt puso en práctica duras enseñanzas de la crisis, apostó por un magno experimento político que veía a los trabajadores desolados como sus protagonistas y al nuevo y gran Estado como facilitador para una nueva gobernanza. Hacer de la economía una con rostro social era el reto; una que entre sus funciones asegurara el bienestar básico de y para todos. Proteger a los hombres y las mujeres de la “cuna a la tumba”, como postulara preclaramente Lord Beveridge en Inglaterra.
Así marchó el mundo hasta que la combinatoria hecha posible por Roosevelt y los suyos empezó a fallar y los ricos se embarcaran en su revolución. Nosotros fuimos los adelantados de este proceso, pioneros del vuelco institucional y estructural con una retórica que quería trascender, si bien no eliminar, algunos de los compromisos sociales que nuestra Revolución volvió veredictos históricos.
A poco más de tres décadas de esta “gran transformación” mexicana, en pos de una economía abierta y de mercado y de una acelerada globalización, ya se puede hablar de resultados. El recuento no es halagüeño.
Ayer, inmersos en una crisis que parecía no tener fin, maniatados por el fardo de la deuda externa, los mexicanos se pusieron a prueba frente al mundo y descubrieron no tanto la magia del mercado, aunque sí las oportunidades de sus aperturas, así como las posibilidades de la política democrática con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza. Las autodesignadas élites del poder y el capital compartieron esperanzas en esa apertura y el libre comercio mientras que, desde el centro y el sur de la República, millones gestaron expectativas de mejora pronta, aunque modesta, y emprendieron su gran viaje al norte; el de México y más allá. Y algo lograron, aunque a un costo social y familiar muy alto.
Con la transición a la democracia sobre rieles y los primeros resultados promisorios de nuestra conversión en gran exportador de manufacturas, no sólo ligeras sino de media y hasta alta tecnología, se dio por cierta la fórmula de mercado libre igual a empleos crecientes y salarios en ascenso. Empero, la fórmula “falló” y el crecimiento no dio para superar el magno vuelco laboral de la década de los 80 que condujo a la informalidad de masas.
La pobreza se instaló como forma de vi-da y cultura para grandes masas del campo y la ciudad, y la desigualdad no encontró correctivo ni en el mercado ni en la política democrática. Y aquí estamos, de cara a la necesidad de enfrentar otra gran prueba histórica, vuelta existencial por la pandemia y el hundimiento económico.
No es esta prueba la de la Cuarta Transformación, con todo y lo que pueda portar de efectiva y duradera renovación económica y social. Lo que hay que demostrar(nos) es que mantenemos viva la capacidad de reorientar nuestras coordenadas básicas y de adaptación a las inciertas condiciones del mundo en la pospandemia; que podemos convertir esa capacidad adaptativa en fuerza productiva, propiciar cambios sustanciales en unas relaciones sociales de producción que han desembocado en una inicua cultura del privilegio. Fácil no es, mucho menos si la políticademocrática es circo y la cultura políticamero adjetivo.
Espinosos tiempos mexicanos, diría Neruda; lejos de encrucijadas esperanzadoras como las que soñara Carlos Fuentes. Hundidos en el Laberinto que con mayúsculas calificó el poeta Paz como de la Soledad.
Pero el reto como oportunidad vuelve a presentársenos desde el norte.