Al llegar al punto final de Volaron las palomas, de Ruth Davidoff, experimenté tal desasosiego que de inmediato busqué en el mapa de la Ciudad de México el número 50 de la calle Tlacotalpan, en la colonia Roma, para, diría, irrumpir en lo que fue la casa de infancia y primera juventud de la autora, en las primeras décadas del siglo XX y, aunque fuera de esta manera, más dentro del mundo de la fantasía que del de la realidad, abrazar a Ruth, abrazarla, abrazarla, y aminorar así la nostalgia, incluso el desgarramiento que, a la distancia, compartí con la autora cuando, por circunstancias naturales la tuvo que abandonar, junto con sus padres y su par de hermanas.
Volaron las palomas me parece un homenaje sobre todo a la vida de familia que Ruth llevó dentro de la casa, la despensa y el jardín de Tlacotalpan 50. La dejó atrás, pero no salió de ella nunca. Es decir, con residencias periódicas y más o menos extensas a lo largo de su octogenaria existencia, en Jerusalén, París, Nueva York y Cuernavaca; Tlacotalpan 50 la acompañó vívidamente, en todo momento fue una pulsación permanentemente activa en sus recuerdos.
Como suegra de mi hermano Laurence que fue Ruth Davidoff (de soltera, Misrachi Arouesty), abuela materna de mis sobrinos Anna y Daniel, conocí a Ruth y me sé afortunada de que me hubiera considerado su amiga, lo que manifiesta, por si hiciera falta, en la dedicatoria con la que me envió Volaron las palomas. Por oportuna, quiero recordar aquí una de las frases con las que frecuentemente Ruth me describía su vida, pues la hice mía desde que se la oí decir por primera vez. Con el tono íntimo de las amigas, por más que desenfadado, pues ella no daba mayor importancia a lo que decía, me confiaba que vivía con el equipaje a cuestas, con lo que quería significar tanto que viajaba sin parar, como que, al estilo del Odradek, de Kafka, su domicilio era incierto, su existencia transcurría de una manera, digamos, inestable, por decirlo de la forma menos dramática posible. Por otra parte, un estilo debido más a las circunstancias o, incluso, a una tradición ancestral, que a ninguna intención propia de viajar, de no parar de desplazarse, de no fijar morada ninguna.
Comprendo tan bien a Ruth, por esta sensación de existir itinerante y con el equipaje a cuestas, y aun así feliz, lo que fue así pues, en todo momento, la acompañó el recuerdo de su casa de infancia, en Tlacotalpan 50, en la colonia Roma. Por lo que hace a mí, y a pesar de que, a la manera de Ruth, por más que con modalidades personales, yo también he llevado una existencia sin morada fija, siempre me he sentido estable y feliz porque, al igual que Ruth, yo tampoco he salido nunca de mi casa de infancia, que asimismo pulsa interminablemente de modo permanente en mis recuerdos.
Así, en este momento, al alcanzar el punto final de Volaron las palomas, lo que quisiera es ir a Tlacotalpan 50, jalar la campana y, en cuanto me abrieran, entrar y abrazar a Ruth, estrechamente; sí, viajar en el tiempo y en la realidad, pues mientras Ruth vivió en Tlacotalpan 50 yo, o no había nacido todavía, o para cuando dejó atrás su casa de infancia, durante mi adolescencia, yo todavía no la conocía. Y, ahora que finalmente leo Volaron las palomas, Ruth lleva más de una década muerta.
Abrazaría a Ruth, lloraría, reiría, sonreiría, la vería llorar, la vería sonreír, la oiría reír, su risa ronca. Yo, fascinada, embelesada especialmente con los recuerdos de Tlacotalpan 50 que Ruth registra en Volaron las palomas. Sus tías tejedoras, que interrumpían el tejido para servir el café de la tarde, con los postres de antiguas recetas rusas y griegas.
Me despido al recordar cuando fui por primera y última vez a la casa de Ruth, en la calle de Atlacomulco, en Cuernavaca, donde murió, y a donde llegué a dar el pésame a León, Claudia, Alberto y Aline, Atlacomulco, el último hogar de Ruth, al que sí entré, pero en el que tampoco la pude abrazar.