Al principio auguraron que la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca sería para México desastrosa de necesidad y llamaron a la resistencia frente al energúmeno, como si éste se encaminara a la Presidencia de México y no de otro país. Una vez que el energúmeno triunfó en los comicios, conjeturaron que ese hecho haría imposible –o cuando menos, muy indeseable– la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador y el proyecto que representaba porque si ambos llegaban a estar en el poder al mismo tiempo, tendría lugar un cortocircuito catastrófico de ideologías. Pero AMLO ganó los comicios presidenciales de 2018, el energúmeno envió a su hija Ivanka a la toma de posesión y no ocurrió nada.
En mayo y junio de 2019, cuando el nuevo tratado comercial trilateral(T-MEC) aún no entraba en operación, Trump amenazó con incrementar los aranceles a las exportaciones mexicanas hasta 25 por ciento si México no frenaba el flujo de migrantes centroamericanos hacia su país. Entonces, los mismos que durante décadas habían aplaudido la integración económica, política, académica y hasta estratégica con el vecino del norte amanecieron de súbito disfrazados de los Niños Héroes de Chapultepec para exigir que el gobierno nacional no hiciera concesión alguna: la nación debía garantizar un libre tránsito absoluto.
Sonaba bien: AMLO debía lograr que Washington accediera a establecer una Zona Schengen, a la manera de la europea, en el territorio comprendido entre Canadá y el Triángulo Norte de Centroamérica. Pero para eso faltaba el acuerdo de todos los países involucrados y no parecía sensato plantearle la idea al que gobernaba en el más poderoso y que, para colmo, estaba demandando lo contrario. Además, Trump pedía que México se convirtiera en un tercer país seguro para los peticionarios de asilo estadunidense. De modo que se negoció, se rechazó lo de tercer país seguro, se aceptó que en lo sucesivo no se permitiría el uso del territorio nacional como puente hacia Estados Unidos, la Casa Blanca retiró su amenaza de los gravámenes y el griterío local acusó a AMLO de traición a la patria, a los derechos humanos y a no sé qué más cosas.
En abril del año pasado, cuando las principales naciones exportadoras de petróleo demandaron una reducción de 23 por ciento de la producción global para estabilizar los precios del crudo, México se negó, argumentando que esa medida afectaría negativamente sus planes de recuperación de la producción petrolera. A la postre, se logró un acuerdo mediante el cual Estados Unidos absorbería la mayor parte de la disminución que le correspondía a la parte mexicana, la cual quedó sólo en 5 por ciento. Una vez más se elevó el griterío en rechazo a tal acuerdo, alentado por la sospecha de que escondía un arreglo secreto: ¿a qué se había comprometido el gobierno lopezobradorista a cambio del favor de Trump? ¿Acaso se preparaba para aceptar la anexión de Baja California al territorio estadunidense? Pues lo cierto es que Trump ya se fue de la Casa Blanca, Baja California continúa bien anclada en la República Mexicana y no pasó nada.
Después, en julio, el Presidente mexicano visitó a Trump con motivo de la entrada en vigor del T-MEC y de nueva cuenta el griterío elevó sus acusaciones de traición a la patria como no lo hizo nunca con motivo de los numerosos viajes de los presidentes anteriores a Washington. Para entonces, el griterío ya había encontrado una nueva línea argumental: se van a ofender los demócratas. Ese señalamiento creció conforme se acercaban las elecciones en el país vecino y llegó a grados de delirio a raíz de la decisión de AMLO de no felicitar a Biden en tanto no fueran oficiales los resultados de los comicios. En su versión, para el ganador de la contienda ese silencio fue una ofensa gravísima que habría de traducirse en una hostilidad de su gobierno hacia México: cuatro años de catástrofe nacional.
Ahora los rabiosos defensores de la soberanía nacional con Trump están empeñados en lograr una profecía autocumplida. Se han convertido en un rebaño de adoradores obsecuentes de Joe Biden y elevan sus plegarias para que el nuevo presidente de la nación vecina fulmine al habitante de Palacio Nacional con su desprecio y, si se puede, con algo más: ¿qué tal una bomba atómica sobre una mañanera para que Lorenzo Córdova pare de sufrir?
Se les agota el tiempo. Las elecciones de este año están encima y su bando, que es el de la oligarquía corrupta derrotada en 2018, no ha logrado reconstruirse ante el sentir mayoritario de la sociedad. Y como sus andanadas propagandísticas no pudieron debilitar el proyecto de la Cuarta Transformación, esperan que Washington les haga la tarea.
El griterío no puede creer que la soberanía nacional sea una realidad. El entreguismo extremo forma parte de sus hábitos mentales y no concibe que López Obrador pueda establecer con su nuevo homólogo estadunidense una relación respetuosa, constructiva y armónica. Y otra vez se equivoca.
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