Sin pretender precisión contable, que es compleja y azarosa, podemos arriesgarnos a decir que nunca habían afrontado el país y su Estado, incluidos sus siervos o ciudadanos, según se vea, una situación tan adversa como la actual. La combinación nefanda enfermedad, muerte y desempleo masivo no puede ofrecer sino su reproducción ampliada, pero no al estilo marxiano, sino de Malthus: correción demográfica a ultranza por la vía de la muerte para redimir los excesos de la especie.
Si podremos ponernos a la altura del reto que esto implica para nuestra supervivencia está por verse, aunque las visiones más preclaras e ilustradas nos digan que hay reservas y potencialidades para echar pa’lante y salir del pozo infame en que la pandemia nos ha metido.
La cosa, pues, se puso grave y con todo y vacunas anti-Covid el tránsito a mejores praderas va a ser duro y doloroso. Así es y será por un buen rato y más nos vale tratar de asumirlo. El dolor no enseña, pero la negación engaña y es eso lo que tenemos que superar cuanto antes.
Contra lo que parece inspirar al Presidente en política fiscal, por ejemplo, la circunstancia no porta su propio correctivo. No hay ni habrá creación de fortalezas hechas a golpe de sufrimiento y descalabros, ni en la economía ni en la vida social. Lo peor que le puede pasar a la política en esta hora es caer víctima de una suerte de “sobrenaturalismo” en el que todo se deje a la fuerza de los buenos o de la competencia que nos hará libres y virtuosos.
Las rupturas en los tejidos esenciales que sostienen la cohesión de las comunidades no se subsanan con cargo a las virtudes taumatúrgicas de la propia sociedad. Sin acción consciente y concertada de los hombres y las mujeres que dan sentido y fundamento a la sociedad, lo más probable es que vayamos de nación fracturada a un archipiélago de entidades sin conexión, indemnes ante los avatares de la supervivencia más elemental.
Lo mismo puede decirse de la economía nacional; sin reorientar y reanudar la producción con las fuerzas y las capacidades productivas instaladas y dejar a la maquinaria económica al amparo de sus propias veleidades o pulsiones, siempre lleva a desastres mayores. Estancamientos y recesiones como preámbulos de parálisis colectiva.
Actuar ya, impedir que la máquina se paralice y el trabajo sea víctima de la hysteresis más desalmada debería ser consigna y divisa compartida, del gobierno y su jefe; de los grupos propietarios y empresariales; de los trabajadores organizados y no; de la sociedad civil y sus organismos. Empero, con el Presidente a la cabeza, desde la cumbre del Estado se ha hecho de la crispación consigna y de la desconfianza cotidianidad de la política y la comunicación.
No se puede reclamar ni politizar el tema y problema de las vacunas, sin estar dispuesto al diálogo; las pérdidas son ya muchas, graves y dolorosas. Las humanas, pero también las productivas, de la inversión y del consumo. Nada cambiará si el clima de navajeros se mantiene y crece, auspiciado por los dirigentes.
Así como es absurdo remar en sentidos opuestos cuando vamos en la misma barca y se siente que es posible arribar a buen puerto, hablar de equidad no puede implicar empobrecer a quienes no sufren esa lacra, sino superar sostenidamente todas las carencias y así legitimar una política contra la cultura del privilegio. Por eso, debemos entender que no hay acción colectiva que dure si no hay Estado, y si éste carece de recursos humanos y financieros y desde sus mandos se corroe su institucionalidad. Seguir minando la conversación que es propia de la política democrática y desmantelar lo poco que tenemos para remar juntos es algo peor que un error… Es un suicidio.