Hace una semana se publicó la declaración conjunta México, Guatemala, Honduras y El Salvador sobre el tema migratorio, dentro del marco de principios establecidos en el Pacto Mundial para la Migración y la Agenda 2030 de Desarrollo Sustentable. Sin duda el tema migratorio es multilateral y requiere de una agenda conjunta.
Sin embargo, la cruda realidad que se vive en Honduras provoca que la gente tome sus propios caminos, más allá de declaraciones, agendas y acuerdos de los países involucrados. Las últimas dos caravanas fueron detenidas por el Ejército guatemalteco, de acuerdo con el convenio establecido con Estados Unidos de tercer país seguro.
La que está en marcha parece mejor organizada, con mayor fuerza y empuje. La caravana entró por el puesto fronterizo El Florido y debe atravesar todo Guatemala para llegar a Ciudad Hidalgo, Chiapas, unos 480 kilómetros por carretera.
La declaración insiste en el tema de la niñez y en la consigna de una migración ordenada, segura y regular y hace un “fuerte llamado para evitar exponer a las niñas, niños y adolescentes acompañados, no acompañados y separados a los peligros que conlleva el trayecto migratorio irregular”. ¿Cómo interpretar este llamado? Pareciera que se va a impedir la migración de niños no acompañados y también la familiar para salvaguardar los derechos del niño y evitar evidentes situaciones de peligro en el trayecto.
Se supone que esta política debería ser un trabajo conjunto de las tres naciones. Salvo Honduras que se volvió a lavar las manos. Por lo menos eso dice ladeclaración: “instamos a garantizar la seguridad y bienestar de las niñas, niños y adolescentes acompañados, no acompañados y separados, a través del trabajo conjunto entre los países, atendiendo en todo momento el interés superior del menor como consideración principal”.
De hecho, en México se acaba de tomar la decisión de no privar de la libertad a los niños, niñas y adolecentes migrantes, acompañados o no, incluidos sus padres. Éstos no pueden ser retenidos en las instituciones migratorias y tendrán que pasar al DIF, aunque no hay una infraestructura adecuada para recibir a tantos niños y a familias, ni tampoco personal capacitado y certificado para atender a cientos de personas.
El dilema es muy fuerte. Dejar pasar a niños, adolescentes y familias, en las condiciones en que se viaja en una caravana, es ir contra del principio de una migración “segura, ordenada y regular”. Detenerlos y deportarlos, incluso respetando todos los protocolos concernientes a derechos humanos, tampoco es la solución. Menos aún llegar a Estados Unidos a solicitar asilo, incluso en tiempos de Joe Biden, que se supone será más receptivo y menos brutal.
Por otra parte, está la pandemia en marcha y con semáforo epidemiológico en rojo. La declaración dice: “reafirmamos nuestra preocupación ante la exposición de estas poblaciones a situaciones de alto riesgo para la salud y la vida, particularmente durante la crisis de salud que enfrenta nuestra región ante los efectos del SARS-CoV-2”. Me parece sensata la preocupación, pero ¿cómo de traduce a la práctica cuando hay una caravana en marcha?
Es inconcebible pensar que los caravaneros acepten la siguiente petición: “recomendamos a las personas migrantes respetar los controles migratorios y los protocolos sanitarios instaurados por las naciones para el ingreso, incluyendo las pruebas de salud previamente requeridas para mantener la seguridad sanitaria”. Ellos viajan sin pasaporte y sin pruebas de Covid-19.
La realidad desborda todas las previsiones, acuerdos y protocolos establecidos. En esta coyuntura, ir a la raíz del problema implica cambiar los términos de la ecuación. No se trata de un asunto centroamericano, ni siquiera del, mal llamado, Triángulo Norte, conformado por Guatemala, Honduras y El Salvador.
Las caravanas han sido siempre hondureñas, con algunos adherentes de otras naciones que aprovechan la oportunidad. El problema está en Honduras: por ser el país de mayor riesgo climático de la región; por su gobierno espurio, represor e incapaz de dar salida a los problemas básicos de la población y por su aliado tradicional Estados Unidos, que apoyó el golpe, solapa a sus líderes vinculados con el narcotráfico y está obsesionado con la posibilidad de que llegue un gobierno de izquierda o simplemente reformador.
Honduras sigue siendo una república bananera, con una docena de familias aristocráticas, aliadas al ejército y que controlan el Congreso. A diferencia de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, nunca hubo una revolución. El gobierno efímero de Manuel Celaya tuvo la mala idea de vincularse con Chávez, el cuco regional, que tanto daño le ha hecho a la izquierda democrática.
Más allá de la eterna pobreza y la violencia rampante, en Honduras se requiere de una solución política. De un gobierno de transición, con apoyo internacional, que le dé un mínimo alivio a la población para que no tenga que huir despavorida de su terruño como única alternativa para sobrevivir.