El lenguaje, como todos sabemos, está construido con palabras = sonidos significantes = imágenes e ideas. El lenguaje hablado, compuesto por fonemas, lleva al auditor a visualizar lo concreto e imaginar lo abstracto, como, por ejemplo, los tres tiempos: pasado, presente y futuro. Pero, si el hablante deja de usar los tiempos de los verbos, su propia vivencia se estaciona en un presente que pasa de las acciones cortas al aburrimiento, a la vez que deja de comprender la relación entre causa y efecto, y su actuar se vuelve desordenado, tan incomprensible para sí mismo que no puede explicarlo a terceros. Constatación que hemos hecho en la década reciente entre una población urbana de 20 a 50 años.
Tal vez esto es consecuencia de que, a lo largo de 30 años o más, nuestro pueblo, de todos los estratos socioeconómicos (salvo los hablantes de lenguas originarias) ya no conoció las posibilidades del español al ver drásticamente reducido su vocabulario, no sólo por una educación deficiente, pública y privada, sino, sobre todo, debido al golpeteo mercadotécnico de términos cuyas raíces, en el mejor de los casos anglosajonas, pero, en general, surgidos de la “tecnología de la comunicación”, donde la imaginación queda castrada y las nociones tiempo-espacio desaparecen. Algunos dirán que, aun estando de acuerdo, cuál es el problema, si la comunicación social es eficiente, a lo que responderíamos: ¿eficiente para qué o para quién? Evidentemente, para un sistema que deshumaniza al individuo, separándolo de su comunidad y de su propio ser, de tal modo que ya no puede reconocer sus verdaderas necesidades y menos las de sus semejantes, convertido así en un sujeto apto para tomar como suyas las necesidades del sistema en su infinita reproducción.
La palabra hambre, por ejemplo, es un evento estomacal pasajero que se resuelve si se tiene dinero o alguien que te dé de comer. Las palabras campo y campesino remiten a escenas no urbanas y gente sucia e ignorante. Y para estos mismos trabajadores la palabra milpa implica el lugar donde se dan los elotes. Porque la sabiduría ancestral ha sido ninguneada y casi desaparecida por el sistema socioeconómico que padecemos aún.
Sin embargo, esperamos que las magníficas universidades Benito Juárez no vayan a dedicarse a formar administradores de empresas, chefs e ingenieros agropecuarios y forestales. Porque yo moriría de la pena si es cierto. Confiamos en que el proyecto de estas universidades no consista en copiar el modelo fallido de la educación urbana para las zonas rurales, sino en inventar nuevos modelos con base en la resiliencia de los conocimientos milenarios. Porque lo contrario sería borrar de una vez para siempre la memoria que todavía en el campo sostiene lo mexicano de los mexicanos. Se debe apostar a dar a las nuevas generaciones rurales los instrumentos para levantar lo que fue y es suyo, fórmulas inéditas alternativas a la educación de modelo capitalista, para que los jóvenes menos contaminados se sacudan el coloniaje intelectual y constituyan una nueva clase, orgullosa de su pasado y capaz de diseñar y elaborar un futuro compatible con lo que esperamos de la 4T. Las universidades Benito Juárez no habrán cumplido su labor si no integran una Universidad de la Milpa Prehispánisca, donde los alumnos beneficiarios aprendan a enderezar el camino de la producción agropecuaria basada en monocultivos. Donde aprendan a luchar para cubrir la autosuficiencia y soberanía alimentarias antes que a entregarse a la producción mercantil para la exportación. Esto, sin descuidar la fundación de una Universidad de Alimentación Pública y una más de Lenguas Comparadas con base en nuestras lenguas originarias y el buen español. La estimable, infatigable e inteligente directora general de este proyecto importantísimo no dejará que los establecimientos se conviertan en remedos de la ideología dominante que ha hundido a nuestro país.