Resulta por lo menos curioso que, ahora que enfrentamos a un enemigo invisible, la discusión pública se centre en qué puede verse o leerse y qué no. Es como si quisiéramos extenderle la oscuridad a aquellos con los que no coincidimos. Cuando se debate sobre transparencia y opacidad, censura y libertad, viene a la mente El hombre invisible, de H. G. Wells. Una vez que el científico Griffin logra borrarse de la vista de los demás, toma una opción: matar. Pudo, como Amélie, usar su invisibilidad para otra cosa, pero la libertad de no ser visto le hace adoptar decisiones ruines, como robarle a su propio padre –quien después se suicida por las deudas– y golpear hasta la muerte a transeúntes al azar. Declara un “reino del terror” y, entonces, es cazado por la policía. Como escribe Matthew Beaumont en The Walker, el hombre invisible pasa con facilidad de ser suprahumano a ser un paria; de proclamar su poder omniausente a ser un fugitivo.
La fantasía de ser invisible es propia del poderoso. En la situación de Griffin, cuyo cuerpo imita la refracción del aire, se tiene la libertad de hacer lo que sea, sin repercusiones. De niños, soñamos con estas acciones que no tienen consecuencias, y crecer es aceptar que eran imaginarias. Pero en lo público, la invisibilidad opera de formas que parecen mágicas. En La república, Platón cuenta la historia del rey Giges quien, por haber encontrado un anillo que lo hacía invisible, se hace del poder del reino de Lidia y, de hecho, abusa de otros con total impunidad. La metáfora es diáfana: quien anda entre los hombres actuando sin consecuencias tiene el lugar que ninguno debiera tener, el de los dioses. Por lo tanto, lo público debe ser visible y conocido para los demás, y si no, es una usurpación. Piénsese en los avariciosos que han tomado el poder de decidir sobre qué debe ser invisible. Sin ir más lejos, los que hicieron negocios privados con el dinero público pensaron en que sus actos estaban cubiertos por un manto de impunidad perpetuo, que nunca se iba a saber, que podrían vivir tranquilos habiendo cometido delitos contra la hacienda de todos. O quienes, para poner otro ejemplo de días pasados, fueron el rey Giges para consumar un fraude electoral que, por si fuera poco, desató una matanza ina-gotable. Todos, empresarios infames y funcionarios dolosos, tuvieron la fantasía de la invisibilidad, como en la ambición de los personajes espurios de Shakespeare: “¡si con hacerlo quedase hecho!”. Es decir, si actuar no provocara que algo lo suceda, un resultado, una reponsabilidad, un efecto. El mismo Shakespeare, obsesionado por esta fantasía del poderoso, del impune, plantea ese instante en que alguien decide pasarse al lado oscuro. Es un momento de conciencia que agobia a Bruto antes de asesinar a Julio César: “entre acometer un acto terrible y el primer movimiento”. Ahí existe una ocasión moral para no llevarlo a cabo, el “preferiría no hacerlo” de Bartleby. A quienes somos ciudadanos sorprendidos por el nivel de criminalidad de los que tuvieron el poder nos cautiva ese segundo en que, suponemos, el decidir se transforma en el hacer. Conjeturamos que se sienten invisibles por el anillo de Giges, el de la élite que se mantiene por la extorsión de unos y otros: todos tienen algo que ocultar y, por lo tanto, accederán siempre a encubrir un delito más. Están quizás insomnes el día antes o borrachos en la víspera, pensando si aceptar la presión para delinquir o vivir bajo su asedio. Para olvidarse del mal que causarán sus acciones, piensan, acaso, en las mieles de solapar el secreto, los beneficios que obtendrán de los otros invisibles, los cargos que se les ofrecerán como pago a sus lealtades. Los imaginamos en el instante de Macbeth dudando, no de usurpar el poder, sino de las consecuencias. Haciendo una lista de sus “aliados” para su futuro prometedor. Repitiéndose que nadie se va a dar cuenta, que todo pasará desapercibido, que la invisibilidad es de los ganadores, y hasta pensar que su acción crea empleos o fomenta la democracia. Consultando a las brujas –a sus asesores, sus amigos, sus amantes– sobre qué podría deparar el futuro de su acción fraudulenta. Y recibir, como siempre, la profecía de las hechiceras: “nada es sino lo que no es”.
Como Griffin en El hombre invisible, los que han sido denunciados públicamente por delitos de corrupción, fraude electoral, y hasta falsificación de documentos oficiales, pasan de suprahumanos a simplemente humanos. Al químico de H. G. Wells lo va delatando su propia fragilidad: le da una gripe y estornuda, se le pega la mugre de la calle en torno a los tobillos, cuando se moja en la lluvia parece “una burbuja en la niebla”. Para el narrador, Griffin es “una langosta”, un lío de vendas y unos lentes de sol, y a pesar de que al principio de la novela de Wells el científico es albino, para cuando se le persigue, quienes pueden atisbar su humanidad –el dueño de un perro que le rasga la ropa– sólo ven una oscuridad, un vacío. Y es que quien ha intentado ser invisible para los demás, quien ha tratado de actuar sin consecuencias, se va vaciando a sí mismo de emociones morales; es hueco. Se convierte en un perseguido. Tratará de hacer de ello algo parecido a una victimización. Pero él sabe que en el instante en que decidió actuar en la impunidad se estaba colocando en un lugar que, de seguir oculto, era la guarida del poder entre cómplices, pero que, de ser descubierto, sería sólo una deshonra solitaria.