Es muy significativa la irrupción de miles de golpistas de derecha en el Capitolio estadunidense y el despliegue de 20 mil soldados para protegerlo. El espacio representativo de la democracia liberal en el mundo es ahora un disputado objetivo político-militar. Y esos miles de soldados no conjuran a la derecha, confirman su presencia y avance, pues muestran que ya ha conseguido derechizar los términos mismos del conflicto. Ya no es en el marco legal, sino en el escenario que le es más favorable: la violencia y, además, armada.
Pero también, para insomnio de otros en el mundo, la derecha ganó porque está aprovechando las contradicciones y debilidades de ese tipo de democracia. A tal punto que esa derecha salvaje tiene el apoyo implícito y explícito de una importante fracción de diputados y senadores movidos por sus inmediatistas intereses de grupo (como aquí), y hasta tiene el abierto apoyo del comandante supremo de las fuerzas armadas.
Una crisis desde el fondo, resultado de un largo proceso cultural-educativo, que desde las aulas y más allá ha generado un ethos nacional que en cada película, lección de historia, clase de ciencia y tecnología, concepción de la historia y del mundo, glorifica su poder político y militar sobre otras naciones.
Es una larga historia: el sometimiento y aniquilación de los pueblos originarios (ahora vegetando en reservaciones); la esclavitud y su enorme y actual carga de violencia; la invasión y el despojo brutal de más de la mitad del territorio mexicano; la participación masiva en la primera y segunda guerras y el ascenso al poder mundial; el uso de la bomba atómica contra poblaciones civiles, el macartismo, la guerra contra Vietnam, Panamá, Dominicana, Granada, Cuba, Uruguay, Chile, Irak, Afganistán y, de manera indirecta, pero eficaz: Irán y Palestina. Un prolongado currículo que ha sido una decisiva referencia e interpretación del mundo que si no es eficazmente cuestionada por una educación liberadora puede, como ahora vemos, explosivamente traducirse en un país con una derecha belicosa y radical y, además, que tiene un fortísimo atractivo electoral (Trump, más de 70 millones de votos; Biden, apenas cerca de 5 millones más), el que ahora amenaza al sistema político que le dio vida.
Así, aunque Estados Unidos es una potencia escolar y logra que un adulto de cada tres tenga un título universitario (México, uno de cada seis), pese a sus eminentes críticos, no cuestiona ampliamente su violento proceso histórico, glorifica el uso del poder sobre otras naciones y grupos étnicos y hasta ha establecido una relación de estrecha colaboración con los intereses empresariales y, a partir de ahí, con la industria proveedora de ciencia y tecnología para fines militares. Y esa historia se refleja en la de sus instituciones. Si en el siglo XVIII–para festejar al rector de Harvard, la comunidad decidió regalarle un esclavo– se ligó al racismo reinante, en el siglo XX investigadores de esa institución desarrollaron el napalm, una gelatina inflamable que, utilizada ampliamente en Vietnam (388 mil toneladas), literalmente cremaba en una ola de fuego a aldeas y poblaciones enteras.
Aquí hay una perentoria lección para el sistema político y educativo mexicanos. Urge una reforma política construida sobre el cuestionamiento a esta copia de democracia liberal que tenemos. Pero urge también una política educativo-cultural basada precisamente en el respeto a los pueblos originarios y sus territorios, en el conocimiento para la búsqueda del bienestar de la población y migrantes, del rechazo al militarismo, del respeto entre países y, otra conducción: sustentar al sistema y las instituciones superiores en la autonomía de estudiantes y maestros (no en la autoritaria de rectores y funcionarios de una SEP que apenas antier avisa que nada cambiará) que en lugar de vincularse con las empresas y la industria militar (como la UAM y otras) con igual brío impulse las corrientes de pensamiento y práctica de la democracia y bienestar desde las comunidades, organizaciones y regiones que directamente benefician a la mayoría. Reivindicar, además como guía y referente, el origen del sistema educativo actual (la lucha contra los conservadores, los grandes poderes religiosos, económicos y militares en la Reforma y luego en la Revolución) y reivindicar el contenido de las luchas de los maestros y estudiantes que en la educación buscan avanzar en la construcción de la libertad colectiva para niños y jóvenes, con una perspectiva popular y progresista, de libre acceso e independiente de la lógica del poder económico y político formal y de los organismos internacionales. La agenda de Luis Arizmendi (†). Y urge, porque precisamente muchas de nuestras reformas tienen el signo de la derechización de la educación. Y, con todo ello, de la sociedad.