Para justificar la privatización de ocho centros penitenciarios, Felipe Calderón, junto con Genaro García Luna, pretextó que era necesario “combatir el problema de la sobrepoblación penitenciaria”, “lograr independencia financiera en su operación” y “reducir la carga fiscal a la sociedad por el costo de las instalaciones”, es decir que el gobierno pagaría menos y los impuestos de los mexicanos se canalizarían a renglones de “gran beneficio social”.
Palabras más o menos, esa fue la justificación permanente de toda la política privatizadora en el régimen neoliberal, es decir, “liberar recursos públicos” para “atender las necesidades de la población”. Se conoce el resultado del desmantelamiento del aparato productivo del Estado: exitosísimo para el grupo de amigos del gobierno en turno, a quienes armaron jugosísimos negocios a costillas del erario (verdaderos atracos a la nación), y desastrosos para los mexicanos, quienes pagaron, pagan y pagarán por ese tipo de execrables prácticas. Y donde se apriete, sale pus.
El presidente López Obrador denunció y documentó la privatización de reclusorios, lo que utilizó como ejemplo de “las atrocidades que hicieron durante el periodo neoliberal, los negocios del sector privado y del sector público, esa mezcolanza, esa vinculación estrecha entre los negocios privados y los negocios públicos, o cómo se hacían los negocios privados al amparo del poder público, cómo se alimentaban, se nutrían los poderes, el poder económico y el poder político”.
Es descomunal la sangría para el erario, pero peor aún la proyección del costo total a 20 años: alrededor de 270 mil millones de pesos por los ocho centros penitenciarios autorizados al sector privado (en realidad, a cinco grupos empresariales, cuyos dueños –los de siempre– se hincharon de dinero por las privatizaciones en todo el periodo neoliberal). ¿Esa fue la “reducción de la carga fiscal a la sociedad por el costo de las instalaciones”? (Calderón dixit).
Tal cifra resulta insultante, pero resulta mayor cuando se compara, por ejemplo, con el gasto que realiza el Estado mexicano para vacunar gratuitamente a toda la población: alrededor de 270 mil millones de pesos se canalizarían a esos cinco grupos empresariales, mientras la vacunación de 130 millones de mexicanos implicará una erogación de 32 mil millones. La diferencia entre la primera y la segunda cifras es de 8.5 veces, y los magnates (así lo especifica el contrato calderonista) recibirán íntegramente el pago, haya o no presos en los penales privatizados.
Por ejemplo, al cierre de noviembre de 2020 la población recluida en la penitenciaria femenil de Morelos (entregada a Carlos) sumaba 815 internas, es decir, 32.24 por ciento de la capacidad de dicho penal, que cuenta con un total de 2 mil 528 “espacios”. Pero al empresario eso no le importa, pues el gobierno está obligado a pagarle por los 2 mil 598 “espacios” (aunque el 67.765 por ciento del total esté desocupado).
En tal fecha, los ocho centros penitenciarios privatizados registraron una holgada subutilización de sus instalaciones para albergar internos (de 22.06 a 67.76 por ciento), pero qué más da si los empresarios beneficiados cobraron al 100 por ciento.
En cambio, al cierre del mismo mes, los cinco penales en Morelos (no privatizados) registraron una capacidad de 2 mil 47 internos, pero en los hechos ahí se amontonan 3 mil 626 reos, es decir, hay una sobrepoblación de 77 por ciento. De esos, ni quién se acuerde (la información proviene del Cuaderno mensual de información estadística penitenciaria nacional de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana).
Las rebanadas del pastel
¿Qué gobierno promovió, autorizó este tipo de negocios contra de la nación y firmó contratos leoninos? Cuando menos seis (de Miguel de la Madrid a Enrique Peña Nieto) y se registraron no sólo en el tema penitenciario, sino hasta en el más recóndito rincón del Estado. ¿Cuánto le ha costado al país y a los mexicanos este tipo de acuerdos cupulares, de gansteriles “asociaciones público-privadas”, de verdaderos asaltos al erario? De entrada, muchísimos años de desarrollo y bienestar social, pero cuantificarlo en dinero contante y sonante ya es tarea del más picudo de los actuarios.