Antes de ir al recuento de grabaciones del año previo, que suele hacer este espacio, va la reseña a un disco que apareció a fines de 2020, en este caso particular, como una respuesta directa de creatividad al confinamiento: McCartney III del mismísimo Sir Paul, a manera de saga de los respectivos McCartney (1970) y McCartney II (1980), un álbum sorpresivo, no sólo porque no existía como plan hasta la contingencia, sino por su sonido cálido, austero, ecléctico y hasta experimental.
El caudal de Paul McCartney, a sus 78 años, no tiene fin. Trabajando sin descanso desde 1962, el ex Beatle no se puede estar quieto. Y como muchos músicos del orbe, aprovechó la quietud del aislamiento para elaborar él solo un disco que reflejara ese momento consigo mismo. De modo que canta y se hace los coros, toca todos los instrumentos, se graba, mezcla y pos-produce a sí mismo. El resultado es un luminoso intimismo que lejos de sonar taciturno y triste por las circunstancias que nos rodean como humanidad, nos deja asomarnos a un Paul relajado, desprovisto de excesos de producción y de ambición comercial, como sí ocurrió en su predecesor, el laureado Egypt Station (2018; reseña Ruta Sonora: https://bit.ly/35FHyWf), no por ello menor: al contrario, fue una manifestación extraordinaria de vigencia, con productores pop actuales que le impidieron fallar en el alcance al público joven.
Así, los hilos conductores de la triada están en que cada uno aparece al inicio de diferentes décadas, y en momentos de crisis: el primero lo grabó recién se desbandaban los Beatles, el segundo tras la disolución de su banda setentera Wings; el tercero ocurre en medio de la pandemia. Con todo, la crisis interior de los dos primeros es más fuerte y evidente, mientras que en el último se le oye relajado, desnudo. Otro rasgo común es que en los tres aparece el espíritu aventurero y explorador.
Pero volviendo a su lugar musical reciente, mientras en Egypt... cometió el arrojo de querer seguir demostrando de lo que es capaz, aquí se deshace de la estrella que todos esperan oír, para ser el Paul que se complace a sí mismo; ser quien él quiere ser, sin apuestas por reventar los charts ni como preparación de gira alguna. Curioso es, que sin las actuales circunstancias, quizá este disco no habría existido.
El disco abre con una especie de mantra en guitarra acústica que gira y gira cuatro minutos sin voz, como buscando meternos a esa cueva personal que nos ha de conducir a un claro en medio de su bosque de sonidos. La mayoría de las letras y del mood melódico de éste su álbum solista número 17, tiene un ánimo de búsqueda de lo sustancial en medio de la tristeza y la soledad, sin caer en la ñoñez ni la cursilería. La alegría sempiterna de McCartney es contagiosa, y nos va llevando de la mano por sus propios asombros, alma joven incansable tal cual suele ser. Como producción, es interesante que con escasos elementos, a veces sólo con un piano o una guitarra acompañando su voz, logra notables composiciones. No podía esperarse menos de un Beatle mayor. Y justo es parte de la desnudez y transparencia del álbum, de la misma forma en que ya no se pinta el pelo y deja ver sus canas como son, el que no busque ocultar con trucos tecnológicos la edad que ya hace mella en su voz, de forma que no alcanza con soltura los agudos ni tiene la misma potencia; sin embargo, el brío y la creatividad permanecen. Esas “fallas”, que en realidad no lo son, hacen más cercana su humanidad y honestidad.
Así, entre inusuales programaciones electrónicas para las percusiones, así como teclados imitando metales, orillado a ello por no contar con su banda, pasa del canto pop feliz de Find my Way y Seize the Day, a la belleza acústica de Pretty Boys, Women and Wives y The Kiss of Venus, a la distorsión explosiva semi-progresiva de Slidin’ y el boogie-blues de Lavatory Lil, pasando por la fantasmal Deep Down y la hermosa When the Winter Comes, vieja composición y grabación de los 90 que sacó del ropero. Mención aparte merece la asombrosa Deep Deep Feeling, todo un viaje misterioso de ocho minutos que pasea por distintos pasajes sónicos entre pianos magros, cuerdas dramáticas, solo pinkfloydesco de guitarra eléctrica, mientras habla de ese terrible sentimiento previo al quiebre emocional, para desvanecerse en un preludio de ecos oníricos, antes de volver al inicio, de forma circular. Paul no había pisado tales terrenos desde su maravilloso Chaos and Creation in the Backyard (2005).
De sólo 45 minutos, McCartney III se siente fresco, contemporáneo (sin necesidad de productores jóvenes, lo cual denota que escucha música actual), ligero, brillante, sin necesidad de recurrir a fórmulas gastadas pudiendo hacerlo. A veces uno quisiera no dejarse llevar por el fanatismo beatle, pero ante un genio como éste, es inevitable seguir quitándose el sombrero.
Twitter: patipenaloza