Mientras la inminente reforma judicial constitucional va en su fase final, hay omisiones ajenas al Poder Judicial Federal (PJF).
El Código de Justicia Militar (CJM), en su mayoría, apenas corresponde a la realidad nacional. Publicado hace casi 90 años, subsiste la designación directa de jueces y magistrados militares (art. 7 y 27 CJM) en el Supremo Tribunal Militar, a diferencia de estados y federación donde se concursan tales cargos. Si la próxima reforma judicial elimina las apelaciones resueltas por un magistrado para formar tribunales de apelación con 3 magistrados, las Salas unitarias militares continúan (art. 9 CJM).
Esta situación no es menor. El CJM fue diseñado para una milicia dedicada a las tareas exclusivas de su condición. Hoy no es así. No sólo replican facultades y acciones de policías civiles, también han entrado de lleno a la administración pública para tareas ajenas a la guerra: administran aduanas, revisan la ejecución de sanciones penales, construyen el nuevo aeropuerto y muchas más. Ello implica inevitables conflictos contractuales y laborales. En muchos casos, esos problemas pueden tener consecuencias penales y acabarán en los tribunales militares, a pesar de que los delitos militares se enfocan a una condición de guerra, o campaña (art. 57, 325, 332, 337 y otros, CJM). Ante la falta de formación para esas tareas ajenas a su condición militar originaria, el necesario tiempo de aprendizaje llevará a conflictos legales de todo tipo.
La legislación militar ha sido motivo de recomendaciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Cuando en el PJF se ha cuidado el debido proceso con la creación de juzgados especializados, los conflictos militares siguen ajenos a la uniformidad legislativa judicial tanto en la designación de juzgadores como en la competencia jurisdiccional. Alrededor de la homogeneidad en la manera de ser juzgador (civil, militar, local y federal) se abre la necesidad de adecuaciones legislativas ante la inserción de las fuerzas armadas en la vida nacional para tareas no militares, rompiendo con la justificación autosancionatoria de la milicia, pues la inclusión castrense en tareas civiles de la actual administración no se ha replicado en cambios a las leyes para que tales actos administrativos correspondan a un estado democrático, donde esos nuevos burócratas marciales (por sus funciones) estén al mismo nivel de regulación que quienes realizaban tareas públicas bajo esquemas de licitaciones públicas, meritocracia y revisiones con transparencia; al caso la judicial, en la vertiente del derecho humano al debido proceso en la designación de jueces.
Mientras a más civiles alcancen las tareas de militares, las leyes que regulan a éstos deben adecuarse a la realidad. Incluso para protección de la propia milicia, cuyos derechos laborales son menores (falta de sindicatos, por ejemplo). La presunción de que la fuerza armada es más confiable que la burocracia regular, y que por eso la sustituye cada vez en más tareas públicas, no debería excluir la presunción de que, a más labores, más probabilidad de conflicto con los involucrados, especialmente si son civiles ajenos a la disciplina militar.
Una acción legislativa integral debe reflejar ese estado democrático y transparente que se busca en todos los frentes.