En días recientes, en el espacio público ha destacado el debate sobre la pertinencia de los organismos constitucionalmente autónomos, a raíz de la intención expresada por el Presidente de eliminar al menos algunos de ellos y que sus funciones sean subsumidas por distintas secretarías de Estado.
No es la primera vez que Andrés Manuel López Obrador se expresa en términos críticos sobre los organismos públicos autónomos. Se ha referido a ellos como espacios cooptados por los grupos que históricamente han detentado el poder en nuestro país y les ha reprochado por aportar poco o nada a la democracia formal. El argumento central que el Presidente ha esgrimido para defender la pertinencia de su desaparición ha sido el imperativo de la austeridad y la correlativa necesidad de recortar el gasto público. A partir de lo dicho por AMLO, los primeros en sufrir la supresión serían el INAI, el IFT, la Cofece, la CRE y la CNH; aunque lo cierto es que desde el diseño del presupuesto para 2021 los primeros damnificados han sido la CNDH y el INE.
Las posiciones absolutistas fijadas por el jefe del Ejecutivo han generado opiniones encontradas y han acentuado el clima de polarización en el debate público, como ocurrió en temas como los fideicomisos públicos o la libertad de expresión. En casos como el que nos ocupa, el Presidente ha recurrido a afirmaciones sin matices que reducen la lectura de la realidad a una polaridad de blancos y negros, de buenos y malos, cuando en honor a la verdad se trata de temas complejos y con una historia de vicisitudes detrás de sí, que son cruciales para nuestra frágil democracia, para cuyo análisis se debería partir de diagnósticos profundos basados en información rigurosa, así como de una discusión pública que conduzca a tomar medidas diferenciadas con cada uno de ellos.
Los organismos constitucionales autónomos surgieron en la institucionalidad mexicana como una apuesta por blindar de injerencias políticas asuntos centrales de la vida nacional; es decir, ante las evidencias de que la división clásica de poderes no era un esquema de pesos y contrapesos suficiente, se apostó por generar órganos que no dependieran de ningún poder y que estuviesen dotados de al menos tres condiciones de autonomía: la técnica, la de gestión y la financiera. Así, casos centrales como política económica, derechos humanos, democracia procedimental, derecho al acceso a la información pública y telecomunicaciones, entre otros, fueron encargados a órganos garantes como la CNDH, Banco de México, INE e INAI.
Es documentadamente cierto que, como lo ha afirmado López Obrador, muchos de estos organismos autónomos, se pervirtieron, se politizaron e incluso adoptaron como práctica cotidiana el despilfarro y la gestión de intereses grupales, en contradicción con su vocación. Sin embargo, hoy una discusión de fondo sobre dichos organismos no puede reducirse a la primacía sin más del ahorro presupuestal, pues ello supone simplificar la discusión sobre el futuro que deseamos para México. Es preciso partir de diagnósticos institucionales particulares y discutirlos desde una perspectiva sistémica, puesto que el criterio central es el papel que están llamados a jugar como dispositivos democráticos tan eficientes como eficaces para evitar las injerencias facciosas y para ser contrapesos calificados y efectivos en materia de decisiones públicas.
El argumento de los ahorros presupuestales es insuficiente. La naturaleza teleológica del ejercicio de la autonomía institucional busca acotar poderes desmedidos, particularmente del Ejecutivo, y someterlos a controles democráticos. Más aún, cuando varios de estos organismos autónomos nacieron como consecuencia de luchas de reivindicación de diversos derechos reconocidos en la Constitución como de los que son garantes INE, CNDH e INAI.
La medida anunciada por AMLO apunta en el sentido contrario, al señalar que serían las secretarías de Estado las que subsumirían dichas funciones, lo cual las coloca en una situación incompatible de juez y parte. Con ello, el Presidente no hace sino fortalecer los argumentos de quienes lo acusan de estar movido por tentaciones centralizadoras y de acumulación de poder.
Si bien es cierto que en la historia reciente de México ha existido lo que algunos han denominado una “fiebre autonomista” que llevó a recurrir de manera desmedida a la figura de los órganos constitucionalmente autónomos, no todos los casos obedecen a esa dinámica. Fue en 1994 que se declaró la autonomía del Banco de México para blindar la política monetaria, y en 1996 se le dio plena autonomía al IFE –hoy INE– para salvaguardar la democracia formal y otorgar mayor independencia y legitimidad a los procesos electorales. Luego, en 1999 se dota de autonomía a la CNDH para crear un sistema de protección de los derechos fundamentales y en 2008 se declara la autonomía del Inegi; sin embargo, es a partir del sexenio de Peña Nieto cuando se crean un sinfín de organismos autónomos como el IFT, la Cofece, CNH, INAI, INEE y la CRE.
Así, parece prudente plantear un debate que se abra paso entre dos polos: la tentación centralizadora del poder, hoy argumentada en torno del ideal de la austeridad republicana y, una febril propensión autonomista. Una elemental conclusión preliminar nos dice que la solución no radica en la eliminación a rajatabla de los organismos públicos, sino en actualizar la perspectiva que dio nacimiento a la figura de la autonomía para evaluar y juzgar cada caso, y adecuar los organismos autónomos a las necesidades y condiciones que se viven, a partir de un reconocimiento de la inmadurez e insuficiencia de nuestra democracia.