A menos de una semana de dejar el cargo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se enfrentó por segunda ocasión a un juicio político ( impeachment) en el Congreso de su país. Pero, a diferencia del primer proceso, que fue bloqueado por un Senado con mayoría republicana en febrero del año pasado, en esta ocasión diversos legisladores del partido del presidente en ambas cámaras se han adherido a la demanda demócrata de destitución, la cual tiene posibilidades de triunfar en la cámara alta.
Los cargos, esta vez, son mucho más graves que el abuso de poder presidencial y la obstrucción al Congreso por los que fue acusado el 18 de diciembre de 2019 con 230 votos a favor y 198 en contra. Ayer, la Cámara de Representantes imputó formalmente al mandatario por incitación a la insurrección con un par de votos aprobatorios más, entre ellos los de una decena de republicanos, algunos de cuyos señalamientos sobre la responsabilidad de Trump en el asalto al Capitolio perpetrado el 6 de enero por una turba de ultraderechistas compitieron en dureza con los de sus colegas demócratas.
Así, mientras la presidenta de la cámara baja, la demócrata Nancy Pelosi, acusó al aún mandatario de “incitar esta insurrección armada contra nuestro país” y lo describió como “un claro y real peligro para el país que todos amamos”, la republicana Liz Cheney, hija del ex vicepresidente Dick Cheney, afirmó que “nunca hubo mayor traición a su cargo y a su juramento por parte de un presidente”, en tanto que el líder de la bancada republicana, Kevin McCarthy, reconoció que Trump “es responsable” de la asonada de la semana pasada. Por su parte, el jefe del partido del presidente en el Senado, Mitch McConnell, quien desea aprovechar la circunstancia para extirpar del Partido Republicano la influencia del magnate, ha dejado saber mediante filtraciones a medios que en esta ocasión no detendrá el proceso y que hay una docena de senadores republicanos dispuestos a apoyarlo.
La moneda, pues, está en el aire; en la cámara alta el impeachment necesita ser aprobado por dos terceras partes, lo que significa que los demócratas deberán sumar a su causa al menos a 17 integrantes del bando rival. El que lo logren o no depende, en buena medida, de cómo se comporte el propio Trump en la semana que le resta a su administración.
Ciertamente, en ese lapso tan breve no parece haber margen para una destitución. La perspectiva más probable, en cambio, es que el juicio político continúe ya con Joe Biden instalado en la Casa Blanca y con un Trump privado de los vastos recursos presidenciales que usó –y de los que ciertamente abusó– para defenderse de una infinidad de acusaciones políticas y penales en los pasados cuatro años.
Otro factor que debe tomarse en cuenta en la actual coyuntura estadunidense es la insólita decisión del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas –siete generales y un almirante– de condenar el ataque trumpista al Capitolio y de reconocer por adelantado a Biden como el hombre que “el 20 de enero se convertirá en nuestro comandante en jefe”. El mensaje es un virtual deslinde y un desconocimiento del comandante en jefe actual a siete días de que éste termine su mandato.
Más allá del terreno de las instituciones públicas, el millonario Trump enfrenta el repudio mayoritario en el ámbito de los negocios. Importantes bancos y empresas han manifestado su determinación de no hacer más negocios con las empresas propiedad del todavía presidente, lo que podría significar que al colapso político se agregara un colapso financiero de su imperio.
Si se tratara de cualquier otra persona, sería razonable suponer que un individuo situado en el centro de todas esas adversidades haría lo posible por abandonar el poder presidencial en la forma menos dañina posible. Pero se trata de Donald Trump y aún le quedan siete días en la Casa Blanca.