El 6 de enero una turba armada de fanáticos del presidente Donal Trump asaltó el capitolio de Washington, llamado “el templo de la democracia estadunidense”. Una democracia nacida esclavista y cada vez más elitista, donde los cabilderos de las corporaciones, con sus bolsas repletas de dinero, ejercen tal influencia que según un estudio académico las opiniones de un ciudadano medio no tienen posibilidad de influir en la agenda legislativa.
Los asaltantes llevaban el objetivo político definido de impedir la llegada a la presidencia de Joe Biden, el candidato que ganó 7 millones de votos populares más que Trump y se impuso cómodamente en el Colegio Electoral. De resultar, hubiera implicado la permanencia en la silla ejecutiva del candidato perdedor, la supresión del orden constitucional y de las formas democráticas elementales. En ese sentido cabe la acusación de insurrección sobre las que se ha estado discutiendo pero se aplica perfectamente la de golpe de Estado, usada, no sólo por medios de izquierda, sino también liberales y congresistas del Partido Demócrata. Los asaltantes fueron a Washington convocados por Trump con antelación, quien, además, el día 6 los animó a trasladarse al Congreso. No eran necesarias más instruciones. Había llamado a una movilización “salvaje” esa mañana a personas marginadas, en muchos casos, por el capitalismo estadunidense e indignadas por las acusaciones que repetía desde hacía meses de que el voto electoral es intrínsecamente fraudulento para beneficiar a los demócratas y después de las elecciones de noviembre, que se las habían robado; coreado, como no, por una mayoría de legisladores republicanos federales y locales, así como por líderes de opinión conservadores. Todo ello sin aportar pruebas. Debe añadirse que la del 6 de enero fue la manifestación con más débil dispositivo de control de todas las efectuadas en Washington desde el brutal asesinato de George Floyd. Cuando la turba trumpista llegó a las inmediaciones del Capitolio, no había apenas policía del Distrito de Columbia, mucho menos fuerzas federales y no se había iniciado siquiera la movilización de la Guardia Nacional (GN), pese a las solicitudes formuladas por la alcaldesa demócrata de Washington. Fue cuando ya el saqueo y persecución de legisladores estaba en curso que el Pentágono dio su aprobación para movilizar a la GN. Hay también evidencia de la complicidad de oficiales de policía del Capitolio con los vándalos, a quienes les indicaron, por ejemplo, cómo llegar a la oficina del, por ahora, líder senatorial republicano Chuck Schumer, caído en desgracia con Trump una vez reconoció la victoria de Biden. La FBI había advertido sobre la amenaza de la acción armada. Demasiadas coincidencias.
Resulta inseparable de este análisis la casi total ausencia gubernamental en el enfrentamiento al Covid-19, que habrá producido más de 405 mil muertos en el país en la primera quincena de febrero, más que sus caídos en la Segunda Guerra Mundial, la monumental crisis económica y social que se asocia a la pandemia. Pero lo que le ha dado enorme magnitud es la política seguida por Obama al no rescatar a la clase trabajadora de la gran recesión de 2008, pero sí generosamente al Big Oil, el Big farma, las corporaciones tecnológicas y, obvio, a los grandes bancos.
Un país en un proceso de exacerbación sin piedad de la desigualdad social desde la revolución neoconservadora de Reagan (1980), que lo desindustrializó, arremetió contra las regulaciones al capitalismo salvaje establecidas por el New Deal de Roosevelt, socializó las pérdidas y privatizó las ganancias, eximió de impuestos a los ricos y las corporaciones convirtiendo a la hoy decaída superpotencia en un vector del neoliberalismo y, por consiguiente, de la degradación medioambiental a escala global. Pero ésta ha sido una empresa bipartidista en la cual Clinton y Obama se destacaron tanto como sus homólogos republicanos. Condiciones ideales para el florecimiento de líderes demagógicos, cuando el Partido Demócrata ha vuelto la espalda a la clase obrera blanca y da por hecho, a saber por qué, a los negros, latinos, jóvenes y mujeres como sus votantes, hicieron posible el ascenso imparable de Trump con la promesa de drenar el pantano de Washington.
Trump encarna al fascismo y no es dato menor que 71 millones lo hayan votado y muchos lo sigan ciegamente, pero ésta es una coyuntura que el ala progresista del Partido Demócrata, sin la cual Biden-Harris no habrían alcanzado su resonante victoria ni hubieran ganado los dos cargos senatoriales por Georgia, debe aprovechar para tirar de Biden-Harris al centro y empujarlos a hacer justicia social, ecológica, un sistema de salud universal, a impulsar la paz y la cooperación internacional y a enterrar el monroísmo. Si no, el fascismo podría volver fácilmente a la Casa Blanca en 2024, con Trump u otro demagogo.
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