La producción y consumo de bienes artísticos y culturales en línea no es nada nuevo; se ha venido desarrollando muy activamente en años recientes, y qué bueno. Pero hoy que la pandemia y el confinamiento resultante han cancelado prácticamente toda actividad presencial en este ámbito, escucho con creciente frecuencia, en creciente número y con creciente mortificación, muchas voces que festinan, aplauden y se regocijan ante la terrible situación en la que han caído, en todo el mundo, la creación de arte y la divulgación de la cultura. Me permito disentir. Detrás de esa actitud, cada vez más generalizada, parecen habitar pensamientos como estos: “Quemen las editoriales, las imprentas y las librerías, que al cabo ya todos los libros están en Internet”. Falso. “Derrumben las salas de concierto, al fin que ya toda la música circula en la red”. Mentira. “Conviertan los cines en bodegas, que ya todas las películas están en línea”. Fake news. Y un largo etcétera. Pero sobre todo, quienes aplauden ruidosamente eso que pomposamente llaman “el nuevo paradigma” en el mundo del arte y la cultura, parecen olvidar algo fundamental: la ejecución pública, con público, de las artes escénicas, propicia encuentros e intercambios en caliente que dan lugar a la retroalimentación, el debate y la crítica, elementos indispensables para un discurso cultural vivo y dialéctico.
Y sí, también es personal. Lo que hasta hace unos meses podía ser un activo día de dar una clase en el CCC, ir a Radio UNAM a grabar, comer con amigos, pasar por la Cineteca a una función tempranera y terminar con un concierto en el Cenart se ha convertido en una tortuosa e interminable sesión de ocho o 10 horas aplastado frente a la computadora, acumulando celulitis en las nalgas, manteca en las lonjas, tensión en la espalda, dolor en los ojos, electricidad estática (y otras radiaciones) en las neuronas y aflicción en el alma. Me parece que los nuevos recursos tecnológicos son fascinantes herramientas complementarias de gran utilidad en el ámbito del arte y la cultura, pero no me convencen como sustituto permanente de las manifestaciones presenciales. Rehúso aceptar que nunca más iré a una sala de conciertos, un teatro, un cine, una casa de ópera; rehúso aceptar ese “nuevo paradigma” que implica el consumo cultural solitario “a distancia” como una especie de antisocial actividad onanista.
Pero, sobre todo, resulta que el “nuevo paradigma”, acelerado brutalmente por el confinamiento pandémico, ha tenido como consecuencia trágica algo que es mucho más importante y trascendente que mi egoísta frustración personal por la falta de eventos culturales presenciales: millones de artistas en todo el mundo se han quedado sin trabajo, sin escenarios, sin la práctica de su oficio, sin púbico, sin ingresos… sin presente ni futuro, al menos en el mediano plazo. ¿También eso es motivo de celebración?
Reúnan ustedes a un grupo de músicos ejecutantes, directores de orquesta, bailarinas, cantantes y actrices, y pregunten: “¿Verdad que están ustedes fascinados con el reto de ‘reinventarse’? ¿Verdad que disfrutan muchísimo practicar su oficio artístico delante de una pared lisa, frente a la camarita de su telefonito celular? ¿Verdad que les tiene sin cuidado que no haya público que los vea y los escuche? ¿Verdad que son inmensamente felices matándose, infructuosamente, por ‘monetizar’ sus videítos caseros?” Imagino las posibles respuestas: un puñetazo en la cara, una patada en las partes blandas (cualesquiera que éstas sean) o una sonora mentada de madre.
Las cosas han estado cambiando, es cierto, y muchos cambios obedecen a un desarrollo evolutivo natural, aunque desconcertante, de las condiciones en las que se producen, se consumen y se difunden las manifestaciones artísticas. Aceptarlo y adaptarse es una cosa; festejar la súbita desaparición del quehacer cultural presencial y su divulgación como un acto social público es otra muy distinta, con la que, de nuevo, me permito disentir. Sé que este es un tema muy espinoso y controvertido, y estoy dispuesto a debatir al respecto. Claro, será un debate vía Zoom, porque no habrá forma de hacerlo presencial. ¡Me rindo!