Don José tiene un par de zapatos viejos, una larga vida de carpintero, un empleo por el rumbo de Pino Suárez y mucha paciencia.
“No tengo hora de entrada, es lo bueno”, dijo, resignado, mientras aguardaba la llegada del camión que remplaza al vagón del Metro en el que viaja todos los días.
El anciano, que esperaba a las afueras de la estación Tacuba, ignoró la larga fila de microbuses que llegan a La Alameda. Poco antes preguntó al oficial Trujillo: “¿El anaranjado es el que es gratis?” “Sí, pero están tardando”, fue la respuesta.
Vino, como siempre, desde las profundidades de Naucalpan y aguantó unos 20 minutos antes de subir al camión que lo acercó al taller donde fabrica cocinas integrales.
La demora del autobús naranja provocó escarceos entre los microbuseros que querían hacer su agosto. Un vehículo que no tiene su base en el lugar se detuvo a subir pasaje. Los de la ruta le echaron bronca:
–Échale pa’delante, carnal.
–Chale, para todos sale el sol.
–No te pases de listo.
El recorrido comenzó a unas calles, en el hospital del Issste, donde los vendedores de tamales despedían con señas al personal de salud. Dos autobuses se fueron llenando poco a poco, rumbo al centro de vacunación.
Algunos despistados o desinformados se sumergieron en los túneles hechos de estructuras metálicas y lonas (cualquiera sirve, hay una gigante con la cara de Rafael Moreno Valle cuando fue candidato a gobernador), paso obligado para llegar a las entradas del Metro.
El cierre del Sistema de Transporte Colectivo, como resultado del incendio del sábado anterior en el Puesto Central de Control, propició que muchos de los comerciantes no abrieran sus puestos. De los que estaban funcionando, la mayoría eran locales de comida, abiertos y con servicio en el lugar pese a sus letreros de “sólo para llevar”.
La muchacha al frente de una taquería miraba de soslayo la pantalla de televisión. Los locutores empleaban el tono apocalíptico que acostumbran para huracanes o accidentes de gran magnitud. Ella se reía: “¿Verdad que aquí está calmado?”, dijo, mientras otro empleado ponía los recipientes de salsas en las mesas.
La ruta del Metro fue remplazada por los autobuses que dispuso el gobierno de la ciudad, pero también por los microbuses que pasan regularmente por las estaciones de aquí a La Alameda. De modo que no se hicieron los tumultos en las filas, aunque todos los vehículos partían repletos. Adiós a las posibilidades de sana distancia.
El cierre del Metro estaba en boca de todos. En La Flor de Michoacán, el vendedor de jugos aventuró: “Para mí que lo hicieron a propósito. ¿De qué otra manera iban a parar la movilidad?” Su interlocutor, un viejo vestido de vaquero, estuvo de acuerdo: “Siempre que quieren acabar con algo le prenden fuego, ya ve lo de los mercados” (en referencia a los incendios en serie de mercados públicos).
Unos kilómetros hacia el centro, frente al templo de San Judas Tadeo, policías y trabajadores del gobierno capitalino ordenaban las filas de pasajeros rumbo a Taxqueña e Indios Verdes. El servicio era completado con camionetas y camiones de la policía. “¡A Indios Verdes, directo!”, repetían una y otra vez.
Ricardo Ramírez, empleado de la Secretaría de Movilidad, dijo que nunca tuvieron más de “40 o 50 personas en la fila”. Resopló: “Bueno, porque no hay clases, si no, imagínese”.
Las banquetas aledañas estaban llenas de los que no pueden quedarse en casa, ambulantes “toreros” con sus mercancías en el suelo: cubrebocas, películas piratas, ropa de paca y mil chucherías más.
El joven que atendía un puesto fijo de quesadillas contó que van y vienen: “Los de Vía Pública a veces se ponen locos y los quitan. A nosotros también nos ordenan cerrar a veces y nos dicen que si no lo hacemos nos van a castigar un mes”.
“Cubrebocas obligatorio”, “sólo para llevar”, son expresiones sin sentido en muchos de los puestos callejeros. “¿Tienes de nana?”, preguntó el cliente de las carnitas en la esquina de Mar Egeo y Cuitláhuac. En unos pedazos de cartón, los taqueros garabatearon las reglas pero ellos mismos las incumplen.
Las consecuencias están muy cerca, en el parque Cañitas, donde se instaló uno del casi centenar de kioscos del gobierno de Claudia Sheinbaum. A las 10, había unas 30 personas en la fila. Al mediodía son 80, ataviados con gruesas chamarras e incluso cobijas.
–¿A qué hora llegaron?–, se pregunta a quienes están ya a las puertas de la carpa.
–A las ocho.
Una trabajadora del gobierno recorre la fila de principio a fin con un mensaje: “Si ya se hicieron la prueba en un centro de salud o en un kiosco, no se les puede aplicar otra. De verdad, no permanezcan en la fila porque nos aparece en el sistema dentro del primer filtro. Deben traer una identificación oficial y no se pueden retirar el cubrebocas en ningún momento y aunque vengan en familia deben mantener la sana distancia…”
Algunos se retiraron de la fila. Dos jóvenes recién llegados se quedaron. Una tomó el teléfono y llamó a su mamá: “Sí, ya estamos aquí, pero somos las últimas en la fila”.
Por la calzada México-Tacuba seguían pasando los camiones repletos. Las muchachas se resignaron a la espera.