Todo comenzó en enero de 2017, cuando Donald Trump juró como el 45 presidente de Estados Unidos. Después de casi cuatro años, todo parecía haber terminado. Pero no para Trump, quien, en su delirio de grandeza y perversión, encabezó la asonada de miles de sus más fervientes seguidores en un intento por subvertir la elección en que perdió la presidencia. Es difícil medir las consecuencias de haber prosperado lo que se podría calificar como la intentona de un golpe de Estado que puso en grave peligro a la nación entera.
Lo sucedido tiene muchas lecturas, pero hay un guion que ordena y facilita el desaguisado del miércoles pasado: la increíble irresponsabilidad y tolerancia con la que un numeroso grupo de legisladores republicanos han sido capaces, a lo largo de cuatro años, de apuntalar, e incluso propiciar las ocurrencias de un señor que confunde la investidura presidencial con la de un rey soberano. A quererlo o no, ellos formaron parte de la tragicomedia cuyo epílogo fue el asalto a su propia casa. Consintieron a Donald Trump, cuya biografía es tan sinuosa, llena de agujeros y carente de proyecto ideológico alguno que, cuando no puede hacer cumplir su voluntad, enloquece y llama a la sedición para hacerla cumplir, como lo hizo el miércoles. No está demás repetir que el huevo de la serpiente fue empollado por quienes hoy, tardíamente, tratan de enmendar su gran responsabilidad en esta tragedia.
Vale recordar que hace pocas semanas Trump advirtió que tomaría serias decisiones en el tiempo que le quedaba como presidente y las está cumpliendo. ¿Cuántas decisiones como las del miércoles pasado tomará en los días que le quedan como morador de la Casa Blanca? En tal sentido, es interesante señalar que legisladores y líderes de ambos partidos, incluyendo varios miembros del gabinete del presidente, han insinuado la necesidad de separarlo de su cargo por su posible “inestabilidad emocional’’.
Como consecuencia de la caótica situación en el Capitolio, pasó a segundo término lo que debió ser una noticia política alentadora. El estado de Georgia eligió a los dos senadores que le darán una virtual mayoría en el Senado al Partido Demócrata, considerando que Kamala Harris, en su calidad de vicepresidente, sumará la mitad más uno de los votos que aseguran esa mayoría. Las consecuencias positivas que en el mediano plazo pudiera tener ese hecho son difíciles de describir. La primera de ellas es que al gobierno entrante corresponderá diseñar y poner en efecto una política urgente para combatir la pandemia y restañar las profundas heridas que la torpe e irresponsable política de la administración saliente realizó. Garantiza que la reforma de salud estará en posibilidad de incluir a un mayor número de personas que se quedaron de lado en la primera fase de su puesta en efecto. También garantizará que los cientos de miles de jóvenes conocidos como dreamers, a quienes el gobierno de Trump amenazó con deportar, ahora tendrán la oportunidad de regularizar su situación migratoria para tranquilidad de ellos y sus familias. También se abre la oportunidad de regresar a la política de salvamento del medio ambiente, que el mundo entero clama y la administración saliente desdeñó brutalmente. Son estos y muchos otros asuntos de gobierno que el actual presidente quiso echar por la borda, pero un Congreso dispuesto a coadyuvar con Biden en su solución abre un horizonte que todos, o casi todos, anhelan.
También para México debiera ser alentador ese hecho, después de cuatro años de un sinuoso y penoso recorrido de adversidades diplomáticas con Estados Unidos, en particular de los mexicanos en perpetua transición entre una y otra nación. El horizonte de una relación más estable es prometedor, sin descuidar los principios aún válidos de la Doctrina Estrada, pero evitando los excesos interpretativos en su aplicación. Para México es una lección de lo que por ningún motivo debe suceder.