La toma del Capitolio por las hordas de Donald Trump el pasado 6 de enero exhibe la crisis de legitimidad de la decadente “democracia” liberal estadunidense. Pero esa crisis, alimentada sin duda por la retórica antisistema, patriotera, chovinista, nativista, machista, negacionista, racista y xenófoba del nacional trumpismo, producto de la generación del totalitarismo y el neofascismo en las entrañas del capitalismo, venía de atrás. Y en la coyuntura, como aventuró Walden Bello, podría seguir el camino de la infausta República de Weimar en Alemania.
Dicha crisis, que ha sido definida por observadores como el analista de inteligencia francés Dominique Delawarde y Thierry Meyssan, de la Red Voltaire, como una lucha “a muerte” entre “soberanistas” y “globalistas” al interior de Estados Unidos, se exacerbó con la llegada de Trump a la presidencia el 20 de enero de 2017, pero venía incubándose desde la revolución conservadora de Ronald Reagan en los años 80 –impulsada también por Margaret Thatcher en Gran Bretaña–, que dio inicio al larvado proceso de financiarización de la economía que llega hasta nuestros días.
Bajo la denominación capitalismo neoliberal, entre otros fines, la contrarreforma económica y social de Reagan y Thatcher destruyó o erosionó las políticas de protección social y a las clases medias donde existían, generó una descomunal concentración de la riqueza y aceleró la crisis ecológica. Desde entonces, la polarización social −que en circunstancias como las actuales refuerza a la derecha y a la extrema derecha–, no fue entre los partidos Demócrata y Republicano, que responden por igual a los intereses de los grandes fondos de inversión y las corporaciones, sino refleja la contradicción antagónica básica del sistema de dominación: capital/trabajo; deriva de la desigual distribución de la riqueza (entre el Estado profundo [ Deep State] y las mayorías desheredadas; entre el llamado uno por ciento y el resto de los mortales), contradicción que, en la coyuntura electoral de 2020, los aparatos ideológicos y otros mecanismos de control y poder del Estado ocultaron para imponer la ideología de la clase dominante.
Un elemento fundamental para explicar la actual crisis estadunidense –que es además una crisis de civilización–, es la erosión de la llamada supremacía blanca, situación que ha sido explotada con éxito desde finales de los 60 por los republicanos, para hacer que el partido sea el representante de una mayoría racial que se siente amenazada en sus privilegios por la expansión demográfica de la llamada América no blanca; lo que se combinó con la deserción por parte del Partido Demócrata, desde William Clinton a Barack Obama, de su base de clase obrera blanca, otrora pilar de la coalición del New Deal (Nuevo Trato), la política intervencionista de Franklin Delano Roosevelt para luchar contra los efectos de la Gran Depresión.
Mucho antes de la crisis de la “burbuja” inmobiliaria (hipotecas subprime) y Wall Street en 2008, industrias clave habían sido transferidas a China y otros lugares del Sur global, con la consiguiente pérdida de millones de empleos en el sector manufacturero de EU. La desindustrialización de la potencia imperial fue aprovechada por Donald Trump, quien hizo de la antiglobalización una pieza central de su plataforma electoral de 2016, lo que combinó con una retórica antinmigrante para atraer a la pauperizada clase obrera blanca –pero también a rancheros, granjeros, colonos y mineros blancos− que desde la época de Reagan había dado señales de que estaba lista para ser azuzada racialmente.
En su adelantada campaña por la relección, al hablar ante la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2019, envuelto en la bandera soberanista Trump declaró la guerra a los globalistas, anidados mayoritariamente entre los demócratas. Dijo: “El mundo libre debe abarcar sus cimientos ‘nacionales’ (…) Si quieren democracia, aférrense a su soberanía. Si quieren paz, amen a su nación (…) El porvenir no pertenece a los globalistas. El porvenir pertenece a los patriotas (…), a las naciones independientes y soberanas que protegen a sus ciudadanos”.
Desafiado, y mayoritario en el Estado profundo, disponiendo del control de las finanzas, de los GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft) y de la cuasi totalidad de los medios mainstream (hegemónicos en la cultura de masas), el bando de los globalistas apoyó a Joe Biden, quien triunfó en los comicios del 3 de noviembre; aunque Trump logró casi 74 millones de votos, 10 millones más que en 2016.
El todavía confuso asalto armado al Capitolio por WASP (blancos protestantes anglosajones), con sospechosa colaboración policial, expresaría esa contradicción soberanistas vs. globalistas y podría derivar en una guerra civil. Con el agregado de que la “democracia americana” es una construcción ideológica: intelectuales como Noam Chomsky, Howard Zinn y Sheldon Wolin han sostenido que EU es una plutocracia (un gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos), y que democracia y capitalismo son incompatibles.
Con cierto humor ácido, el representante ruso ante la ONU, Dmitri Polyanskiy, describió como “fotos al estilo Maidan” las que fluyeron desde Washington, DC el 6 de enero (en referencia a las protestas en Ucrania, apoyadas por EU y la OTAN, que derrocaron al presidente Viktor Yanukovich en 2014). Sólo que la técnica del golpe suave −utilizada por la CIA y el Pentágono urbi et orbi− vía la turba arengada por Trump y 147 legisladores republicanos contra uno de los poderes del Estado, en apariencia, fracasó.
¿Hubo otro actor encubierto que facilitó el “asalto” al Capitolio con el propósito de decretar leyes de estado de excepción para recortar las garantías constitucionales y los derechos civiles?