Un artículo de coyuntura del filósofo alemán Peter Sloterdijk, escrito al calor de la votación por el Brexit y desde el contexto europeo a julio de 2016, proyecta ecos inquietantes en el momento actual. Las epidemias políticas (en el libro del mismo título, Ediciones Godot, 2020) se centra en lo contagioso de las mentiras auxiliadas por los contenidos de los medios de comunicación, y en la alarmante tendencia hacia la estupidización colectiva de los electores en los países avanzados.
Citando a Berlusconi y Sarkozy, pero implicando a Trump, y en general a Polonia, Austria y Gran Bretaña, no sin arrogancia Sloterdijk se explica el éxito de los estadistas clownescos como un “anhelo por la incompetencia del poder”. Ve que “los electores en las democracias tienden a empatizar con las necesidades de los políticos frívolos, que necesitan un juguete gigante, del tamaño de una nación, para su realización personal”.
Dicha inclinación, entendemos hoy aún más claramente que entonces (hace apenas cuatro años), ha entronizado las mentiras flagrantes, las teorías a-científicas y antintelectuales, los tópicos del racismo pedestre y, sobre todo, una asombrosa capacidad de autoengaño que conecta muy bien con la esfera dominante de los juegos y ficciones en línea. La realidad no existe. La verdad es lo que menos importa.
Hannah Arendt, en su ensayo “Verdad y política”, escrito tras la controversia que desató su reportaje Eichmann en Jerusalén, admite: “Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo por la actividad de los políticos y demagogos, sino también por los hombres de Estado” (Entre el pasado y el futuro: Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Austral, 2018).
Al cabo de una exhaustiva pesquisa filosófica, encuentra con desazón que “mientras el embustero es un hombre de acción, el veraz, ya diga verdades de razón o de hecho, no lo es de ningún modo”.
Esa ventaja del mentiroso también desazona a Sloterdijk cuando expresa algo que aprendió de Karl Kraus: “Las aberraciones morales y políticas empiezan casi siempre con descuidos lingüísticos”. Añadamos que tales “descuidos” abruman hoy la comunicación humana. El autor se explica como “populismo” que “los votantes opten por lo experimental, lo poco sólido, incluso lo neurótico en el campo político”, algo no inédito en Europa, apunta.
Lo más brillante de la reflexión de Sloterdijk es la asociación que propone de todo esto con una infección, una epidemia, la “peste negra” de Kraus: “Los medios de comunicación modernos son menos informativos que portadores de infecciones. Lo que pretende ser información no suelen ser más que emociones, envenenamiento y destrucción del juicio público”. Más que una argumentación antagónica, “es un enfrentamiento constante entre epidemias estratégicas y vacunas” que subraya “el poder de las epidemias artificiales”.
Trasladado a la hora presente, luego de la irrupción de las guiñolescas hordas de Donald Trump en el Congreso de Washington y lo que Mike Davis ve más allá del riot (New Left Review, 7/1/21) –el nacimiento de un nuevo partido, ni republicano ni demócrata, sino fársico–, Estados Unidos cumple un lustro de circo político peligroso e improvisado contra el cual el decrépito Partido Demócrata y su potente pero marginada ala progresista y socialista podrían tener mucho que perder en el futuro.
La estupidez política es prometedora. A Trump le dio más de 70 millones de votos en 2020, de los cuales digamos la mitad podrían ser suyos-suyos. El mensaje del circo va dirigido a los “accesibles”, en términos de Slotedijk, no a los demás. Como demostraron Hitler y Mussolini, los “accesibles” pueden ser millones e imponer la mayoría de la fuerza.
¿Veremos en el inminente interregno de Biden-Harris una suerte de República de Weimar, impotente ante el asalto de los payasos? (recordemos El huevo de la serpiente, de Ingmar Bergman, o El hechizo y Los inocentes, de Hermann Broch). En años de pandemia real como éste, con la mortalidad y los daños económicos y mentales al alza, bien podemos hablar de la contravacuna que desatan las hordas y sus largas estelas ante el padecimiento concreto del Covid-19 y las posibilidades futuras de coexistencia política. Decía Sloterdijk en 2016: “La historia actual nos enseña que los virus artificiales tienen mutaciones aceleradas” (podemos agregar a los virus reales, ¿naturales?).
Una mutación no es un cambio. Éste toma tiempo, se construye, madura. La mutación es súbita, arbitraria, azarosa, inexplicable, absurda, y su virulencia, aunque sea autodestructiva, llega a resultar demoledora.