En la entrada del viejo edificio marcado con el número 77 hay una accesoria de madera. Víctor, el conserje, la utiliza para vender tortas, refrescos y frituras. Este mediodía, a falta de clientela, se puso a reparar la licuadora que le llevaron de la fonda. Abandona el trabajo cuando escucha la voz de Ireneo:
Ireneo: –¿Qué pasó con doña Maty? ¿Por fin se la llevaron?
Víctor: –Sí, hace ratito que la subieron a la ambulancia. Si hubieras llegado antes la habrías visto.
Ireneo: –Por cierto, ahorita que venía para acá me encontré con Inés. Noté que iba chillando. ¿Adónde fue?
Víctor: –A la farmacia, a ver si le dan un calmante para Bella. La chamaca, cuando vio que se llevaban a Maty, se puso como loca. Inés vino a pedirme que subiera a calmarla, porque sabe que su hermana está muy apegada a mí y me obedece. Algunas tardes viene y se queda sentadita, mirándome trabajar. Luego me agarra de la mano y me dice “papá”.
Ireneo: –¿Y cómo le hizo para tranquilizarla?
Víctor: –Le dije la verdad: que su mamá estaba muy enferma y por eso había fallecido; que a los muertitos hay que enterrarlos para que descansen. Desde luego no le dije lo demás. ¿Te imaginas lo que habrá sido para Inés ver a su mamá, ya muerta, dos días tendida en su cama? Eso fue lo que se tardó Jaime en conseguir el acta de defunción. (Inés llega jadeando.) ¿Compraste el calmante?
Inés: –Sí, aquí traigo las pastillas. (Se busca en las bolsas del vestido.) No están. Por venir corriendo creo que las tiré en la calle.
Víctor: –¡Cálmate! A lo mejor las dejaste en la farmacia. (Sandro, el repartidor, entra y le entrega una bolsita.) ¿Viste, muchacha? Te dije que las habías olvidado.
Inés: –Es que estoy desesperada, ya ni sé lo que hago. Sólo pienso en que se llevaron a mi madre para incinerarla y ni siquiera pude ir con ella, rezarle algo mientras...
Ireneo: –Te comprendo, pero no pienses de ese modo. Mejor alégrate de que doña Maty ya no sufre. El hecho de que no estés junto a ella no quiere decir que la hayas abandonado ni mucho menos. Hiciste lo que por desgracia muchas personas tendrán que hacer: separarse de sus seres queridos sin poder despedirlos.
Víctor: –Pienso lo mismo que Ireneo. Tienes que ser muy valiente porque en estos momentos debes apoyar a Bella más que nunca.
Sube a verla. Si necesitan algo, me echas un grito.
II
Víctor: –Y tú, ¿por qué llegaste tan temprano? ¿Te dieron el día libre o qué?
Ireneo: –El día, la semana, el mes, el año... Me quedé sin chamba. El licenciado Del Pino tuvo que cerrar la agencia. Debe un montón de renta. A mí y a Chayo hace tres meses que no nos paga. No hay lana. Desde que empezó el desmadre no ha caído ni un solo cliente. En estos días tan perros a nadie le interesa investigar la conducta de sus esposas o de sus maridos, saber si sus novios son casados o si la hermana estuvo en el dentista o se pasó la tarde en un motel revolcándose con un tipo.
Víctor: –El confinamiento y el temor al contagio tienen a todo el mundo muy quietecito. Bueno, ¿qué piensas hacer?
Ireneo: –Buscar trabajo, ¿qué más?
Víctor: –¿En otra agencia de investigaciones privadas?
Eusebio: –Por ahí no creo que haya chance. Pensaba en ir a ver a Sindulfo, porque una vez trabajé con él, pero mi hermano Luis me dijo que su cantina está cerrada y el local se renta. Mañana voy al tianguis de la Portales. Hay un chingo de puestos. Siempre que pasaba por allí veía por todas partes el cartelito de “se solicitan dependientes y cargadores.” Agarro lo que sea, porque me urge tener una entrada aunque sea de cien pesos para... (Nota que un anciano apoyado en un bastón los observa desde la acera.) ¿Se le ofrecía algo, señor.
Anciano: –Es que no soy de por aquí y no sé dónde comprar un tanque de oxígeno. El doctor me dijo que mi señora lo necesita mucho. ¿Como cuánto costará?
Ireneo: –La verdad, nunca he comprado uno. ¿Y usted, Víctor?
Víctor: –-Tampoco, pero se me hace que en el nuevo centro de salud podrán ayudarlo o, cuando menos, informarle. (Al anciano.) Regrésese por esta misma calle. Cuando llegue a la iglesia dé vuelta a la derecha. Allí luego luego está el centro.
Anciano: –Entonces, llego a la iglesia y agarro a la derecha y allí luego... Está bueno, gracias.
III
Ireneo: –¿Qué edad tendrá ese viejo?
Víctor: –Pienso que más de ochenta.
Ireneo: –A esa edad, enfermo de las piernas, sin ser de aquí, de seguro sin dinero, está desviviéndose por conseguirle un tanque de oxígeno a su mujer. (Hace una pausa para controlar su emoción.) Como que hay soledades muy cabronas, ¿no le parece?
Víctor: –Y luego uno se queja por babosadas. No lo digo por usted, sino por Carmona, el del 301. A cada rato viene a quejarse porque la bomba del agua suena muy fuerte. Me exige que la mande componer pero, ¿con qué dinero? No he querido pedírselo al patrón porque sé que está preocupadísimo, esperando el resultado de la prueba.
Ireneo: –¿Se contagió?
Víctor: –Podría ser porque fue a la boda de su ahijada Nayeli. Había bastantes invitados, según me contó el administrador el lunes que vino por las rentas.
Ireneo: –Pero si ya nos han dicho millones de veces que no debemos ir a lugares donde haya mucha gente; tu patrón, ¿para qué carajos se expuso yendo a la boda?
Víctor: –No me lo pregunte. Yo qué voy a saber. Con tanta cosa, tengo la boca amarga. Voy a tomarme un refresco. Usted, ¿quiere?
Ireneo: –No, mejor subo al departamento. De una vez quiero decirle a Amaranta que ya no tengo trabajo en la agencia.
Víctor: –Dirá que soy curioso pero, ¿por qué se hizo detective privado?
Ireneo: –Por chingaderas de la vida. Es una historia muy larga. Otro día se la cuento.