No cabe duda, Sara Sefchovich es una mujer muy fuerte, muy guapa, con años de maestra universitaria en Sociología de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es, asimismo, una escritora de gran envergadura, porque se necesita fuerza para escribir su novela más reciente, Demasiado odio.
Hace 20 años nos encantamos con Demasiado amor en la que el enamoramiento por el amado y por México se derrama en todas sus páginas, pero Demasiado odio es una novela dura, avalada por escritores que no se andan por las ramas, como Guillermo Arriaga, Julián Herbert, Mónica Maristain, Juan Domingo Argüelles y Rodrigo Segal.
Desde el primer capítulo, nos debatimos con nuestros demonios, no porque hayamos cometido los delitos que narra Sara Sefchovich, sino porque en México todos estamos de un modo o de otro cerca de la violencia, la traición, el abuso, el desprecio que nos lleva a descreer en el ser humano. En el caso de la novela de Sara arremete contra la moral de las madrecitas mexicanas, las jefas de familia que fingen no saber en lo que andan sus hijos y no pueden evitar la inmolación final de su vástago en las circunstancias más crueles que jamás supieron paliar: las del narcotráfico.
Demasiado amor fue un regalo, una ars amatoria no sólo del cuerpo humano, sino de los caminos y la piel de nuestro país. Briosa como castañuela, las páginas nos llevaban a un tablado como los hay en todo México y taconeábamos felices de ser mujeres y de saber enamorarnos, levantar los brazos para ponerlas en torno al cuello del amado y girar como corolas que se abren en Tlacotalpan, en los parques públicos de nuestra capital, en el California Dancing Club, Los Ángeles, El Salón México, en El Overol.
En cambio, en Demasiado odio nos avergonzamos de ser cómplices y encubrir a quienes hemos dado a luz. Nuestro envilecimiento va a la par con el del hijo, su violencia es la nuestra, su atropello es también una inclinación que hemos cultivado, su afición por la muerte es la que hemos propiciado con nuestra indiferencia. Somos crueles porque no rechazamos al crimen, y al no condenar al hijo nos condenamos a nosotras mismas.
–Sara, ¿cómo escribiste esta novela tan dura? ¿Cómo puedes dormir?
–No puedo dormir hace muchos años, porque leo los periódicos, veo los noticieros, hablo con gente que vive una situación tan dura, tan terrible que llegó el momento de que tuve que escribir Demasiado odio. Pensé que me lo podía sacar de adentro si lo ponía en papel, pero no es cierto, lo único que hace es lastimarme más todos los días. A veces me doy cuenta de que me quedé corta en lo que cuento de México y del mundo, pero, ¿qué hago? La violencia, la mentira, el asalto, eso es lo que nos rodea, es lo que vivimos todos los días y tenemos que seguir viviendo
–En México, somos muchísimos quienes tenemos una vida de privilegios.
–Sí, algunos de nosotros contamos con el privilegio de tener un trabajo fijo, en el que nos va bien pero vivimos en medio de muchísima gente siempre en riesgo porque, si sale a la calle, la extorsionan, la matan por unos pesos o por robarle su celular o su bolsa.
–¡Ay, Dios!
–Sí, me tiene muy mal esta inseguridad. Es cierto que yo no puedo dormir, estoy muy mal, además del tiempo que le dediqué a la escritura de la novela. Ahora creo que estoy peor.
–¿Viajaste a Michoacán? ¿Cómo te adentraste en esta situación terrible de la droga?
–Publiqué una novela: Atrévete, propuesta hereje contra la violencia en México, que se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En ese libro yo hacía una propuesta a las madres de familia de bajarle la violencia en México diciéndole a sus hijos que si querían robar, robaran, pero no violaran, no mataran, no maltrataran. Para escribirlo, viajé por todo México, me reuní con grupos de madres a quienes preguntaba cómo veían esta situación y pedirles que ayudaran; que su trabajo como madres era impedir que sus hijos entraran al mundo del narcotráfico. Para mi sorpresa, en todos los grupos con los que me reuní durante casi dos años encontré que las madres no estaban dispuestas a sacrificar los beneficios que reciben de la delincuencia aun a costa de que pueden encarcelar y hasta matar a sus hijos.
–¡Qué horror, pensar que las mexicanas pueden ser unas Medeas!
–Eso me deprimió muchísimo. Preferían recibir un refrigerador, una lavadora, la televisión o el tinte para el pelo que la vida de su hijo.
–¿No temen la condena eterna o no aman al hijo?
–Lo quieren mucho, lo lloran mucho, le dan muchas bendiciones, pero están de acuerdo en que se unan al narcotraficante. Nunca le van a decir al hijo: “Yo no quiero esta televisión, yo lo que quiero es que te portes bien”. Eso para mí fue muy doloroso, y por eso empecé a cuestionar mentalmente a grupos de madres. Entré con ellas a sus casas, calladita, sin abrir la boca. Sin opinar, sin mover un solo rasgo de mi cara, nada más mirando y escuchando, y lo que vi fue metiéndose en mi cabeza y me convencí de que mi propuesta no servía
“Incluso se lo escribí al presidente López Obrador. Él mismo pidió ayuda a las madres de familia y recuerdo que le dije: ‘Nos equivocamos, señor presidente, las madres no están dispuestas a ayudar’.”
–¿Ninguna reaccionó?
–Por supuesto no hablo del 100 por ciento, siempre hay gente distinta, pero la mayoría se negó y de ahí nació la investigación de mi novela. Viví meses en Michoacán y en varios pueblos del norte, en Reynosa, en la zona de los migrantes que esperan pasar a Estados Unidos. Traté y entrevisté a quienes tienen que ver con el narco y, por tanto, con la violencia
–¿Cómo es posible que hayas logrado pasar de Demasiado amor al horror de Demasiado odio?
–En Demasiado odio trato el deterioro del medio ambiente, el descuido, la ignorancia, la indiferencia, la corrupción que vi después de muchos años de viajar. Lo mismo me sucedió en otros países. Recorrí siete ciudades del mundo para hacer un paralelismo entre el narcotráfico y el terrorismo y también me encontré con madres de familia que solapan a sus hijos.
–Sin embargo, en México las familias son muy unidas.
–En los países que visité no tanto; de alguna manera han naturalizado la violencia, aceptan que es el precio de la vida. Por eso decidí incluir un personaje joven que no tiene otro horizonte, que nació con la droga y le parece que es normal y natural.
“Los narcotraficantes se encuentran con sus pares en México y en el mundo, y consideran que lo mejor es vivir al borde del peligro. No tienen el afán de defender una religión, como se pensaba antes, o de luchar por una creencia o un candidato político, simplemente viven entre gente joven como ellos y quieren lo mismo: coche, casa y novia bonita.
–Esa corrupción, ¿tiene que ver con nuestros líderes políticos o es la vida cotidiana de ciertos estados de la República Mexicana metidos en el narco y acostumbrados ya al crimen?
–Lo trágico para mí, Elena, es que tienen razón en que los políticos pueden meterle mucha leña a este fuego. Eso es lo que me hizo escribir la novela. Lo terrible, tanto en México, como en otros países, es que el narcotráfico ya no es sólo de arriba para abajo, sino de abajo para arriba, por eso mismo es más difícil de combatir. Tú puedes tener un líder terrible y corrupto y a lo mejor logras sacarlo del poder, pero no puedes impedir que la mayor parte de la sociedad participe en el narcotráfico, como sucede en México, porque muchos están satisfechos con la situación actual. Aunque cambies a los líderes, pierdes la batalla, porque siempre habrá familias que quieren seguir en el comercio de la droga porque les beneficia y eso me parece realmente catastrófico.
–Sara, el pueblo mexicano es religioso, muy católico, ¿cómo compaginan las madres de familia su fe en la Virgen de Guadalupe con la venta de la droga?
–Por eso en Demasiado odio hay un momento en el que un cura habla con la abuela del narcotraficante: “Nosotros no podemos hacer nada porque toda la feligresía ya está en eso”. Saqué esta respuesta textualmente de los sermones de varios curas, incluso de obispos de distintos estados del país.
–Entonces, ¿todas las instituciones, incluida la Iglesia, consideran que el narcotráfico es normal?
–Me refiero a México, pero también a las Iglesias en Inglaterra, Estambul, Tokio, Marruecos, en el mundo entero. Las instituciones no han podido parar el tráfico de drogas. Por eso puse mis esperanzas en la familia, porque las instituciones han sido avasalladas por esta realidad. En Italia se excomulga a la mafia y la sociedad misma exige regresarlos a la Iglesia, apoya con dinero y les da la talla de héroes.
–¿Podrías afirmar que el narcotráfico beneficia a la Iglesia?
–A todo mundo, porque todos reciben algo. Lo que menos recibes es una televisión. A tu vecina le dan dinero para que se haga de la vista gorda. ¡Ahí tienes al Chapo, quien construyó una iglesia a su madre! Es atroz. Yo pensaba que las madres podían ayudar a que sus hijos aprendieran a vivir de otra manera, pero después de escribir adquirí la certeza de que no quieren cambiar. Si su hijo llega a darle a su madre una televisión muy cara y la invita con sus comadres al hotel más caro de Cancún, ¿acaso le pregunta de dónde sacó el dinero? Ese es mi tema: la complicidad de las madres y la de los familiares. Estoy convencida que sin ella bajaría el narcotráfico y el terrorismo. Todos somos cómplices de esto, porque hacemos que no lo vemos y seguimos con nuestra vida como si nada.
–Es comprensible que tanta pobreza y tantas carencias te hagan caer en tentación: “A mí qué me importa, yo nunca he tenido nada”. Las carencias rigen nuestro funcionamiento social. Cuando una familia descubre que puede vivir mejor, es lógico que acepte dádivas. No sólo en México, en todos los países hay narco.