Antes rodeado de ríos que llevaban enormes cantidades de agua, y hoy de transitadas avenidas con cauces de concreto, Mixcoac es un pueblo que guarda en su nombre una clara alusión a la vía láctea. Significa en náhuatl “la nube de serpiente”, en cuya forma en espiral y aspecto nebuloso los antiguos mexicanos encontraron una representación de Mixcóatl, dios de las tempestades, de la guerra y de la cacería, un dios que nació siendo humano.
Muy cerca de la estación San Antonio del Metro, justo bajo el periférico, se conserva parte –muy pequeña– de un asentamiento prehispánico dedicado a Mixcóatl que, a pesar de su importancia, estuvo cerrado durante décadas y, afortunadamente, fue abierto en 2019 al público, lo que representa una invitación ineludible para, cuando sea prudente, visitarlo y conocer más acerca de Mixcoac y de una historia que se remonta a mucho antes de la llegada de los españoles. Para que se dé una idea del enorme valor de este sitio: es el quinto en importancia de la Ciudad de México junto con Cuicuilco, el Templo Mayor, Tlatelolco y la zona arqueológica del Cerro de la Estrella.
Además de vestigios prehispánicos, Mixcoac guarda casi escondido entre las grandes avenidas que lo rodean calles empedradas o adoquinadas, y un pueblo vestido de edificios antiguos. Durante muchos años fue escala obligada para viajeros que, en carritos tirados por mulas –y a finales del siglo XIX ya en tranvía– encontraban en sus viajes de la Ciudad de México a San Ángel un pueblo en el que podían, además de estirar las piernas, tomar un refrigerio o comprar productos locales, principalmente cereales frutas y flores. No eran pocas las familias acaudaladas que tenían en este lugar sus casas de descanso y haciendas, ni las leyendas que alrededor suyo surgieron desde el virreinato hasta nuestros días.
De las leyendas, no sólo de Mixcoac, sino de la Ciudad de México, la del Callejón del Diablo es de las más divertidas; está inspirada en sucesos a los que con el paso de los años se les ha ido añadiendo “pimienta”. Este callejón es hoy una estrecha calle entre Campana y Río Mixcoac que, antes de que la ciudad alcanzara al pueblo, era un sendero que conducía en dirección al río. A pesar de ser un camino directo y corto, los pobladores lo evadían y tomaban, con todo y cubetas, un recorrido más largo. ¿Por qué? Dentro de las muchas leyendas sobre el nombre del callejón la que me parece más convincente es la que cuenta sobre los quejidos y gruñidos que asustaban a quienes caminaban por este sendero que, antes de ser considerado zona maldita, era frecuentado por parejas de enamorados.
Los quejidos y gruñidos pasaron de ser ruidos para convertirse en insultos y amenazas, por lo que los habitantes, preocupados y temerosos, acudieron con el sacerdote de la parroquia de Santo Domingo de Guzmán para que hiciera lo propio y ahuyentara lo que fuere que ahí atemorizaba con palabras que sólo podían provenir del mismo demonio. El cura, después de mucho encomendarse, se dirigió temeroso a aquél lugar del que volvió con el semblante pálido, las manos temblorosas y casi sin habla. Con trabajo logró hacer saber a sus feligreses que en aquel sendero –junto al río– estaba el diablo y exigía, para no maldecir al pueblo, retirarse de ahí y dejarlos en paz, un tributo.
El sacerdote organizó que cada uno de los pobladores diera su parte para juntar el pago exigido. No hubo quien se negara y al día siguiente en la mañana se había juntado lo suficiente para llenar una carreta con monedas, alhajas, granos, animales vivos, una que otra figura religiosa e incluso un lingote de plata de Taxco propiedad del hacendado del pueblo quien estaba especialmente temeroso de caer en las garras del diablo pues, seguramente, algo no del todo limpio tenía en su conciencia. Poco antes del mediodía, y con rezos y bendiciones, se despidió al valiente cura que subió a aquella carreta jalada por un burro en dirección a encararse de nuevo con el mismo diablo.
Después de aquella mañana no se volvió a saber más del diablo, ni tampoco del cura. Hubo quien pensó que se había convertido en parte del tributo o que sirvió de almuerzo para el diablo, también se creyó que gracias a su noble y valiente labor había tomado la forma de un ser angelical, o que en su trauma por haberse enfrentado al maléfico habría buscado otras tierras para meditar.
Quien sí apareció un par de días después fue el borracho del pueblo a quien se creía muerto hacía semanas y, que al enterarse de la noticia, se lamentó con mucho dolor al recordar que apenas había visto al padrecito que, incluso, había sido especialmente amable con él pues, ahí en el sendero que llevaba al río, se había percatado del terrible sufrimiento que una cruda le producía, por lo que en su bondad, y a pesar de haber sido blanco de un par de insultos suyos, le había regalado las monedas suficientes para que cruzara el río y se dirigiera a San Ángel para beber a voluntad, por lo menos un par de días, el pulque que quisiera. Así que no se extrañe si en su próxima visita al pueblo de Mixcoac escucha a niños llamar a los borrachitos de la zona con el apodo de “el diablo”, y ya estando ahí aproveche para darse una vuelta por su callejón.