Al debilitamiento de la fiesta de los toros, propiciado primero por los propios taurinos, después por antitaurinos y animalistas, y al último por la falta de sensibilidad sociocultural de políticos y gobiernos, hay que añadir la modalidad de tomar al espectáculo taurino como rehén de discrepancias entre funcionarios y particulares, entre ex presidentes y presidentes, entre las buenas intenciones y la apreciación estrecha de determinadas realidades.
Así, la tradición taurina de algunos países y regiones ha resultado improvisada moneda de cambio para zanjar disputas entre contendientes que poco o nada tienen que ver con esa tradición pero que ante el descuido de propios y extraños queda a merced de intereses extra taurinos, con el consiguiente perjuicio ya no para un sano desarrollo de esa tradición, sino para su supervivencia misma.
Fue el caso de la antojadiza prohibición de las corridas de toros en el estado de Coahuila, en agosto de 2015, a propuesta del impresentable Partido Verde Ecologista, con el respaldo del no menos impresentable Partido Revolucionario Institucional, no por un demagogo respeto a los animales de lidia, sino para afectar los intereses del ganadero y empresario taurino Armando Guadiana, hoy senador por Morena, luego de las diferencias entre éste y la dinastía de los Moreira, frívolos donde los haya.
Cuando fue gobernador, Humberto ofreció a la ciudadanía un bien intencionado Museo de la Cultura Taurina, que costó al erario varios millones de pesos, a través de la desaseada Secretaría de Cultura de Coahuila. Y cuando lo sucedió en el cargo-trono su hermano Rubén –así son las democracias hereditarias– y las diferencias con Guadiana no se resolvían, Moreira II decidió promulgar reformas a la ley estatal de protección y trato digno a los animales, prohibiendo las corridas de toros y novilladas en la entidad. Los líos con Guadiana no se habrán resuelto, pero Coahuila se quedó sin toros y Saltillo con su museo colgadero.
Esta superficialidad y despreocupación con que los políticos intentan, a veces, entender el fenómeno taurino, no conoce fronteras, y cuando llegan al poder líderes respondones a tantos años de coloniaje y abuso neoliberal, en lugar de asesorarse, ver en perspectiva y modificar las reglas de juego en torno a la tradición taurina de sus pueblos, improvisan consultas y optan por prohibir, plegándose sin darse cuenta a los lineamientos del pensamiento único y del Consenso de Washington que pretenden combatir. Eso hicieron Hugo Chávez, con el Nuevo Circo de Caracas, y Rafael Correa, con la Plaza Monumental de Quito, hartos ambos de que a las respectivas élites no les interesara producir toreros locales de nivel internacional.
Primero los Dominguín, luego Pablo Martín Berrocal, también español, fueron los propietarios de la plaza de toros de Quito, adquirida finalmente por los hermanos Juan Fernando y Pablo Salazar, sobrinos de Fidel Egas Grijalva, poderoso banquero ecuatoriano, empresario de medios, dueño de equipos de futbol, taurino y… enemigo a muerte de Correa, traicionado por su sucesor en la presidencia, Lenín Moreno. “Cierta oligarquía quiteña me odia por haber prohibido los toros. Olvidan que fue una propuesta de los jóvenes y aprobada en consulta popular, pero no les importa nada, sólo el dinero”, declaró un mal asesorado Correa. Con el entreguista Lenín Moreno, al que las figuras extranjeras le obsequiaron trajes de luces, continuó la prohibición de dar muerte al toro en la plaza de Quito, pero ahora están a punto de prohibir las corridas en esa ciudad. Ya no verán ases importados.