¿Hasta qué punto pueden las redes sociales y la manipulación en línea cambiar nuestro comportamiento e incluso auspiciar y precipitar el caos en la vida política? ¿Quiénes son los embozados divulgadores de noticias falsas por Internet de rumores malintencionados, de las frenéticas incitaciones al odio que hoy pululan? Ese mundo de adulteraciones tóxicas de la realidad es el que describe el realizador polaco Jan Komasa en Hater (2020), su cuarto largometraje de ficción. De Komasa se vio recientemente en México, durante la pasada Muestra Internacional de Cine, su película Pastor o impostor (Corpus Christi, 2019), sobre una fraudulenta suplantación de identidad por un joven delincuente, y años antes el director había también abordado en The Suicide Room (2011) el tema de una difamación en línea capaz de perturbar seriamente el equilibrio emocional de una persona. Aunque el título original Hater alude a la carga de odio que anima las acciones de su personaje central, Tomasz Giemza (Maciej Musialowski), en realidad dicho protagonista es un manipulador rencoroso y hábil que consigue sus propósitos de arribismo social sin mayores esfuerzos, únicamente a través de una estrategia digital calculadora y sin la mínima traza de escrúpulo moral.
Cuando el brillante estudiante Tomasz, experto en informática y aspirante a abogado, es expulsado de la facultad de derecho de Varsovia por una acusación de plagio, el paria escolar busca trabajo infructuosamente por todas partes, hasta conquistar un puesto en una consultoría encargada de promover o derribar, mediante una mercadotecnia digital, diversas reputaciones políticas en un periodo electoral. El puesto de estratega mercenario resulta ideal para ese frío depósito de animosidades y frustraciones en que se ha convertido el joven estudiante. En su nueva vida laboral todo es simulación y cálculo, lo cual encaja a la perfección con el carácter de Tomasz, ahora empleado modelo en una compañía de fabricación de mentiras mediáticas. Además de su obsesión por el mundo de las redes sociales, los chat rooms y los videojuegos violentos, el joven vive una pasión mal correspondida por la esquiva Gabi Krasucka (Vanessa Aleksander), hija de una pareja de liberales acaudalados que mira con algo de reserva clasista a Tomasz, el alumno de origen modesto que pretende introducirse insidiosamente en su familia. Jan Komasa y su guionista Mateusz Pacewicz manejan muy bien este soterrado conflicto de clases que agudiza el resentimiento de Tomasz, quien a su colapso académico deberá añadir ahora un insospechado fracaso social.
Hater, estreno de Netflix, apunta más allá de la mera crónica de una frustración personal. Alude a la reactivación de odios colectivos en Polonia, país que después de liberarse de un largo periodo de autoritarismo comunista ahora padece el embate de un populismo de derechas que la cinta denuncia, con burdo esquematismo, mediante la alegoría de un videojuego brutal que inspira las manipulaciones de Tomasz, el victimario vuelto cándida víctima de sus propias fantasías de poder. Un segmento algo inverosímil del relato muestra al joven saboteando la campaña electoral del liberal Pawel Rudnicki (Maciej Stuhr), un hombre gay de clóset, candidato a la alcaldía de Varsovia, quien, para desgracia suya y de sus seguidores, sucumbe a los dudosos encantos del impostor infiltrado en su equipo de campaña. Como buen calculador oportunista, Tomasz juega en dos bandos: del lado de los políticos liberales, amantes también de las artes plásticas, y en el extremo opuesto de los nacionalistas reaccionarios. Esto es evidente cuando se le ve difundir simultáneamente noticias falsas y convocatorias al caos en dos computadoras distintas, lanzando llamados de sublevación, diametralmente opuestos, con el propósito de atizar una polarización mediáticamente rentable. Una guerra informática que explícitamente sigue el modelo y las recomendaciones de El arte de la guerra, libro clásico del estratega militar chino Sun Tzu. En su absoluta insignificancia moral, Tomasz Giemza es, paradójicamente, un personaje fascinante. Encarna muy bien una brillantez académica, en informática y derecho, reducida a mezquindad moral por una simple acumulación de desatinos y frustraciones anímicas. Todo a la manera irónica de algún egresado de Harvard o de Yale que hoy se convirtiera en mercenario político de alguna vieja causa perdida.