Estados Unidos recordará 2020. No tanto por las desgracias causadas por la epidemia del Covid-19 –agigantadas por un Estado incapaz de garantizar las condiciones mínimas de vida a su población (a la fecha las defunciones suman más de 370 mil)– y las inclemencias de un paro económico para el cual la lógica de los mercados simplemente no halla solución, sino por el gradual y sistemático hundimiento de un orden político e institucional cuyos orígenes se remontan a las últimas décadas del siglo XVIII. Un orden que posibilitó el surgimiento de un imperio económico, político y cultural, el desarrollo fulgurante del capitalismo en el siglo XIX y el baluarte simbólico y sistémico de su sobrevivencia en el siglo XX.
La toma del Capitolio por los iracundos seguidores de esa figura, Donald Trump, quien como el Rey Ubu en la obra de Jarry, emblematiza en su propia incontinencia política y mental, el delirio –y el peligro– de un orden que ha perdido el control sobre sí mismo. A su manera, ver a un presidente estadunidense jactándose (casi un Nerón, pero en Park Street) de cómo sus seguidores convierten en un teatro del absurdo a las instituciones que le dieron la presidencia (vikingos en la silla de la presidencia del Congreso, Batman trepando por las paredes del Capitolio, los superhéroes acudiendo al llamado para acabar con la “inmundicia de los políticos”, corrobora una historia cuyos inicios más recientes pueden datarse con la llegada de otro actor a la Casa Blanca, sólo que consumado: Ronald Reagan.
El triunfo de la revolución conservadora–tal y como Reagan y Thatcher llamaron a su movimiento de contrarreforma económica y social– (no sé en qué momento a alguien se le ocurrió llamar “neoliberalismo” a este fenómeno), tuvo como propósito desmantelar cada una de las bases sociales que habían comprometido, desde la década de los 30 de Roosevelt, a la política estadunidense con la idea de una sociedad de bienestar.
La caída de la Unión Soviética llenó de euforia a este gigantesco empeño por desmantelar las conquistas sociales del siglo XX. Por cierto, no es improbable que esa caída haya cifrado tan sólo la mitad del fin de la guerra fría. Y hoy en 2021, con vikingos tomando el Capitolio, estemos observando la caída de la otra mitad.
Sea como sea, cuatro décadas del indisputado Consenso de Washington acabaron convirtiendo a Washington en la patria prácticamente mundial del disenso. Esta visibilidad, cabe decirlo, es un privilegio que pertenece estrictamente a las grandes potencias –como lo fue sin duda Estados Unidos–. Algún inocente dirá que la culpa la tuvo Milton Friedman. Cuatro décadas de estricta aplicación de sus teorías y consejos llevaron al empobrecimiento de la mitad de la población estadunidense, a la pérdida ya angustiosa de productividad industrial, al desamparo de su vena más ferviente –los inmigrantes– y al rezago tecnológico, al menos frente a China.
Convencer a una gran potencia de que ya no lo es representa probablemente una tarea imposible. Y, sobre todo, cuando las fuerzas que deberían realizar esta prudente tarea están convencidas de que el imperio tiene remedio. Trump cifró este espectáculo. Un narcista fuera de control, un farsante en los negocios, un chivo en cristalería hasta lo impensable, aunque un eficaz demagogo que al final todavía reunía el apoyo el fervor de más de 70 millones de ciudadanos. Un circo sublime del fin de un orden.
Se trata evidentemente de los límites de la democracia liberal, que hoy, a diferencia de la década de los 30, es sinónimo de una democracia conservadora. Para Estados Unidos, 2020 fue el escenario de una doble escisión: de un lado Black Lives Matter, que inundó a sus ciudades con los reclamos de una población que exigía al menos alguna versión renovada del New Deal y, por el otro, el incendio de Trump, lo más cercano que ha situado a Estados Unidos al borde del neofascismo.
Y éstas serán las opciones que definirán la política de los meses que siguen, y no el establishment ridiculizado por la necesidad de erigir muros feudales para celebrar a su nuevo presidente.
En la esfera internacional, los problemas para la Casa Blanca son más graves aún. Obama intentó bloquear el ascenso de China y Europa con tratados multilaterales, Trump con una política de impuestos y tarifas en aduanas. Ambas estrategias fallaron. ¿Qué sigue? Rehacer la relación con los países que Trump convirtió en un galimatías, tal y como se lo propone Biden, es una declaración de buenas intenciones. Detrás de esas intenciones se encuentra un déficit fuera de control. Y las otras potencias se disponen a aprovecharlo. En esa esfera nadie duerme un solo segundo.
Es también el momento donde la política mexicana podría cobrar independencia y crear condiciones para que las relaciones entre ambas sociedades sean menos devastadoras para México de lo que lo han sido desde la firma del TLC.