La Regencia, Poder Ejecutivo que se establece en los Tratados de Córdoba, mismos que crean a una nación soberana e independiente y que cumplirán este año su bicentenario, solicitó un dictamen por la Comisión de Relaciones Exteriores de la Soberana Junta Provisional Gubernativa del Imperio Mexicano en el que estableciera cuáles deberían ser las orientaciones de la política exterior del nuevo Estado. Ésta elaboró el primer programa político marcado por cuatro criterios: la naturaleza, la dependencia, la necesidad y la política. Juan Francisco de Azcárate, quien presidió la Comisión, con una enorme clarividencia proyectó los nuevos derroteros de la nación. A partir de ese momento y sin duda, nuestra política exterior ha sido un ejemplo de coherencia y continuidad y la idea de los círculos concéntricos –que también propuso H. Chávez– permanece como una directriz en nuestro accionar internacional. Don Antonio Gómez Robledo, notable embajador emérito, dice que en este devenir histórico existe cierto número de constantes, de ningún modo contradictorias entre sí: ecumenismo, regionalismo y mexicanismo. En todas y cada una de las constituciones mexicanas, desde la de 1824 hasta la de 1917, se atribuyen tanto al Poder Legislativo como al Poder Ejecutivo facultades y atribuciones en materia de política exterior, distinguiéndose por mucho la Constitución de 1857, que amplió las facultades del Congreso. Un paso singular fue la reforma al artículo 89 fracción X de 1988 en el que se señala que el Poder Ejecutivo deberá observar ciertos principios normativos, la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de las controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los Estados; la cooperación internacional para el desarrollo y la lucha por la paz y la seguridad internacionales. Más recientemente se agregó: el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos. (Resta, como en su oportunidad se propuso, la inclusión de otro principio: la priorización de las relaciones con América Latina y el Caribe, que de hecho se ha ido gestando, como lo muestran hoy nuestros intensos vínculos con Bolivia, Argentina y Centroamérica). Son éstas las directrices que tiene el titular del Ejecutivo federal en la conducción de las relaciones de México con el exterior.
Aunque pareciere un circunloquio esta reflexión, es la que nos permite fundar el homenaje a dos señalados diplomáticos contemporáneos, dado que en ellos se encarna como pocos, en la segunda mitad del siglo XX, laexcelencia en la ejecución de la política exterior, apegada a nuestros principios rectores: Víctor Flores Olea y Sergio González Gálvez. Si bien Víctor ejerció originalmente la abogacía, acompañó a una brillante generación, la del medio siglo, y apoyó el Movimiento de Liberación Nacional, como lo hicieron Clementina Batalla de Bassols, Heriberto Jara, Carlos Fuentes, Pablo González Casanova, Ignacio García Téllez y Cuauhtémoc Cárdenas, y le dio profundidad a su pensamiento en las aulas italianas, donde estudió a Antonio Gramsci. Posteriormente, fue profesor distinguido y luego director de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, maestro del actual presidente de la República, sostuvo una firme simpatía con la Revolución Cubana y más tarde se inició en la diplomacia, embajador en la Unión Soviética (1975-1977), donde se vivía un proceso de distensión con el Este que se concretó con el Acta de Helsinki. Marcó un significativo esfuerzo en la Subsecretaría de Cultura, acompañando a un hombre extraordinariamente inteligente, Porfirio Muñoz Ledo. Aprovechando su fina sensibilidad política, llegó a París a representar a México en la Unesco –ocasión que tuve para fraguar una magnífica amistad, pues participamos en “Los 20 km de París”–. Un muy ilustre canciller, Bernardo Sepúlveda, le confirió la Subsecretaría de Asuntos Multilaterales, donde Víctor encontró la cúspide de su carrera diplomática cuando México constituyó el Grupo de Contadora, esfuerzo de negociación diplomática para lograr la pacificación de los países centroamericanos, a la vez que estimular el desarrollo económico de los países del istmo, dado que sus carencias eran la causa principal de los intensos conflictos bélicos –de los que fui actor como embajador de México en El Salvador (1989-1992)–. Luego, Flores Olea abraza nuevamente la enseñanza y la producción intelectual en su obra Crítica de la globalidad, en la cual propone que la globalización capitalista no es la única vía posible, porque genera desigualdad entre los pueblos, y apunta la necesidad de terminar en México con los dogmas del neoliberalismo. Momento crucial en la vida de Víctor fue su salida del Conaculta, provocada por un tótem del sistema. Se embarca nuevamente en la política en la cercanía del actual Presidente y publica quincenalmente artículos en este diario, la mayoría de contenido internacional. Entre los últimos destacan: “Dificultades del socialismo en Estados Unidos”, “La rivalidad de Estados Unidos y China en el siglo XXI”, “La proeza de AMLO en tierras peligrosas”, “La elección presidencial en Estados Unidos” y el 2 de noviembre, su última colaboración, “La pandemia y el fin del neoliberalismo”.
Sergio González Gálvez, otro entrañable amigo y maestro, ingresó a los 24 años al Servicio Exterior Mexicano y fue embajador de carrera quince años después, embajador eminente y más tarde embajador emérito. Sus destinos en el exterior fueron pocos, pero muy significativos; trabajó con el Premio Nobel Alfonso García Robles en Brasil, fue dos veces embajador en Japón, participó en más de 25 asambleas generales de la ONU, principalmente en los temas jurídicos y de desarme, fue presidente de la Sexta Comisión de la Asamblea y negoció la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados. Fue agente de México en los procedimientos de la Opinión Consultiva OC-16 en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, representante de México en la elaboración del Estatuto de Roma que estableció la Corte Penal Internacional e intervino ante la misma –caso insólito en los anales mexicanos– al examinarse el caso sobre la legalidad o ilegalidad de la amenaza o el empleo de las armas nucleares. Me consta que ésta fue una de sus grandes satisfacciones como diplomático, como la firma de los Acuerdos de Chapultepec. En sus últimos años luchó por una reivindicación justa de los miembros de carrera del Servicio Exterior Mexicano y propuso que se acotara la facultad constitucional a un máximo de 50% de asignaciones de titulares de las misiones diplomáticas y consulares, además, como Flores Olea, fue asiduo colaborador de La Jornada, abocado a los temas de política exterior, con una fina sensibilidad engrosada con su notable experiencia. Su último esfuerzo, recuerdo, fue luchar por las reivindicaciones económicas que reclama el Servicio Exterior Mexicano, para lo que dirigió una carta a nombre del SEM al Presidente de la República el año pasado.
Sean estas líneas también para rendir homenaje a un mexicano de excepción, Enrique Loaeza Tovar, compañero de aula en UCL, cónsul general en varias ciudades norteamericanas, embajador en Suiza, República Dominicana y Venezuela, y eminente profesor en la Facultad de Derecho de la UNAM. También falleció el año pasado.
Cierro con profundo dolor estas remembranzas de tres diplomáticos singulares, que mucho harán falta en la encrucijada que México aborda, por ahora con mucho acierto, en materia de política exterior.
*Embajador y autor de Historia Diplomática de México, Volumen I, De la Reforma Liberal y la Defensa de la República a la Consolidación de la Soberanía (1855-1876), (2012); Volumen II El Porfiriato (1876-1911), (2020); Volumen III El Cardenismo (1934-1940), (2021).