Después de que cuatro personas murieran a resultas del asalto al Capitolio, perpetrado el miércoles por una turba claramente instigada por el presidente Donald Trump, la administración saliente entró en un proceso de franca disolución con la pérdida de apoyos entre el liderazgo republicano y la renuncia en cascada de funcionarios federales.
Hasta el cierre de esta edición, la deserción más significativa fue la de la secretaria de Transportes, Elaine Chao, no sólo por su rango, sino porque se encuentra casada con el que hasta el domingo era el segundo servidor público más poderoso en Washington, el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell. Aunque el vicepresidente Mike Pence no dimitió a su cargo, puede hablarse de que rompió con su jefe desde el momento en que desmintió públicamente tener la capacidad para invalidar los resultados electorales y frenar el nombramiento de Joe Biden como presidente electo. También se ha afirmado que el asesor de Seguridad Nacional, Robert O’Brien, sólo decidió permanecer en su puesto a instancias de legisladores republicanos, quienes esperan que ayude a suavizar la transición.
El paso de las horas ha permitido aquilatar la monstruosa cadena de acontecimientos que llevó a la interrupción temporal de la normalidad democrática y a la pérdida de cuatro vidas humanas: queda claro que la ruptura de la institucionalidad no comenzó hace dos días o dos meses atrás, cuando Trump inventó la especie de un fraude para ocultar su contundente derrota por más de 7 millones de votos, sino desde el momento en que arribó al Despacho Oval un personaje carente de escrúpulos y que ya entonces arrastraba una cauda de señalamientos por delitos que van desde el acoso sexual hasta la evasión fiscal y la conspiración con poderes extranjeros para adulterar las elecciones.
El hecho de que la irrupción en la sede del Congreso, sin precedente en la historia estadunidense, haya sido alentada por quien ostenta la máxima responsabilidad en la salvaguarda de las leyes y el orden público; las más de 24 horas transcurridas entre el asalto al Capitolio y la condena formal de la Casa Blanca al uso de la violencia; así como la insistencia de Trump en denunciar las elecciones y llamar a sus bases a seguir unidas en torno a su agenda, pese a los trágicos saldos de la jornada del miércoles, son todas señales de que el magnate ha perdido por completo el contacto con la realidad y de que su confesa aversión a perder lo lleva a decisiones disparatadas y atrabiliarias que, cuando quien las toma está al frente de la máxima potencial militar del planeta, pueden, además, ser extremadamente peligrosas.
Si no prosperan las iniciativas de juicio político o aplicación de la enmienda 25 de la Constitución de Estados Unidos –la cual permite declarar al presidente como no apto para gobernar o incapaz de desempeñar sus poderes y deberes–, los 12 días restantes de la administración Trump estarán marcados por el riesgo de que, al verse acorralado por la complicada situación que se ha creado a sí mismo, el magnate genere daños aún mayores en un intento desesperado de huida hacia adelante, como las que caracterizan sus reacciones ante las dificultades. Está por verse cuántos recursos institucionales puede movilizar con los jirones de poder que le quedan, y si quienes le han acompañado durante sus reiteradas violaciones a la ley le pondrán finalmente un alto, o se preocuparán sólo de salvar sus propias carreras políticas sin ninguna consideración hacia los ciudadanos y hacia el país en cuyo nombre dicen trabajar.