El tono épico que a sus formulaciones electorales e ideológicas han impreso con acelere las dos partes centrales (obradorismo y antiobradorismo, en simplificación ostensible) no es suficiente para encubrir las desviaciones y riesgos de la magna pero parcialmente resolutoria disputa de junio del año en curso, una fecha en la cual, a como se ven las cosas en este arranque de visos crecientes, la construcción de un nuevo poder público, de una nueva forma de representación popular, no quedará servida por los mejores propósitos y resultados: desde ahora se percibe el asalto a las listas electorales de ambos bandos (sobre todo de candidatos a gobiernos estatales) de personajes e intereses que no podrán establecer nuevos parámetros políticos y de ética política, sino la continuidad de visiones y conductas propias de lo peor del sistema político vigente.
Desde luego, la confrontación real se da entre el bloque rabiosamente antitético de quienes desean restaurar el espíritu antipopular y depredador de Los Pinos prianistas (y su referente cercano: el Pacto por México, con el perredismo chucho como cómplice a la pizca), frente al bloque también antitético de Morena y, sobre todo, el Verde Ecologista de México, más las alianzas de facto con los nuevos partidos satélite pro Palacio Nacional.
Por parte del furibundo antiobradorismo, nucleado empresarial y partidistamente en Sí por México, no es exagerada la referencia al pinochetismo como brújula inconfesa, como esencia apenas diluida: no solo se busca la sustitución, sino la supresión de un pensamiento y trabajo políticos y sociales (denominado 4T) que consideran dañinos para el país. Se estigmatiza y condena a la izquierda electoral a una suerte de exterminio y se pretenden correcciones económicas a gusto de las élites. Todo ello a pesar de que esa derecha carece de candidatos viables y realmente interesantes, y su programa político es el apelmazamiento de sus responsabilidades históricas respecto a la crisis nacional y su ambición de un regreso por la fuerza del dinero y el empuje de élites desplazadas.
El morenismo vive una descomposición evidente. Su mando formal, Mario Delgado, operador inexperto en cuanto a los laberintos de la izquierda, obedece al proyecto futurista de Marcelo Ebrard (con Ricardo Monreal como aliado táctico), es decir, de una escuela de pensamiento y acción políticas desarrollada por Manuel Camacho Solís como compañero intelectual y operativo de Carlos Salinas de Gortari.
Mario Delgado teje para la facción, no para el proyecto general, y ha generado múltiples divisiones y enconos que ni siquiera son lo peor, como sí lo es el entregar el poder de la esperanza de cambio a grupos y personajes sin fuerza ni convicciones reales para sustentar y defender ese cambio: gatopardismo sistémico, con Pinocho como santo patrono, discursos y propuestas encendidas que se hunden en la aplicación práctica, en los nombres y apellidos de los candidatos reales y sus componendas.
En ese contexto, el gobierno andresino navega entre las dificultades sanitarias, económicas y de seguridad pública, con un predominio creciente de lo militar y los nuevos escenarios de la sucesión presidencial estadunidense. La progresividad del proyecto llamado 4T depende de la conservación o incremento de la mayoría en la Cámara de Diputados y de la gobernabilidad en los estados. En ambos terrenos parece contar con viabilidad electoral, pero conseguida a base de cesiones y retrocesos que afectarán el plan general, la presunta transformación nacional profunda y genuina.
Y, mientras Donald Trump sigue revolviéndose, cada vez de manera más grotesca, en busca de revertir los resultados electorales que parecen ya irreversibles: el máximo poder mundial convertido en pataleta, ¡hasta mañana, con el gran deseo de que 2021 sea un buen año para todos y todas!
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