De voluntad en todos los niveles: desde la persona que sufre hambre crónica hasta el presidente de la República. De una voluntad honesta que lleve a cumplir, no buenos deseos, sino un proyecto afín a sus propósitos y realista, pues en México todavía no existe un proyecto político real y eficaz contra el hambre, ni se ve en el pueblo una demanda, exigencia adecuada a la realidad y posibilidades de un país en el que tenemos de sobra tierras, aguas, biodiversidad, trabajo y conocimientos ancestrales para, en vez de pedir dinero, hagamos producir nuestros recursos naturales, con todo y excedentes sobre las necesidades colectivas para legítimas exportaciones.
Pero la colonización mental con la que operamos, desde los cuadros decididores del gobierno federal hasta quienes piden limosnas para comer de día a día, se ha erigido en obstáculo del conocimiento y, si los primeros siguen estimando que la “riqueza nacional en alimentos” debe medirse en cifras, como las que ofrece la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural para 2020, con un “incremento de uno por ciento respecto del ciclo agrícola anterior”, debido a “cosechas de 25 mil 266 toneladas de maíz blanco, un millón 193 mil toneladas de frijol, 2 millones y medio de plátano, un millón 218 mil de piña y 147 mil de frambuesa (La Jornada, 31/12/20) sin informar cuánto de estos productos van a parar a la boca de la población con hambre; los segundos se conforman con comer según su capacidad de adquisición, desde comestibles procesados, como tortillas hechas con harina de maíz amarillo (¿transgénico? comprado en Estados Unidos) y puñados de frijoles (como diría el clásico “con gorgojos”) y si acaso conservas de atún preparado con soya, y “chatarras” de carrito, mientras las clases medias alcanzan parte de la producción de frutas y verduras destinadas sobre todo a la exportación.
Resulta vergonzoso, como mexicanos, que la política contra el hambre en México se base en limosnas que terminan engrosando la ganancia de capitales de la industria de comida chatarra y que los alimentos sanos se destinen a la exportación. Y nos vuelve a enojar que no se haya votado y publicado la Ley General del Derecho a la Alimentación (en la que participamos como consejera no remunerada), para cuya redacción se rechazó inexplicablemente mi propuesta de que se incorporara un léxico que no dejara lugar a otras interpretaciones que la gramatical, cosa fundamental cuando de verdad se quiere tener una ley eficaz con el propósito de cumplirla y hacerla cumplir. Pues, en este caso, la diferencia conceptual entre comestibles y alimentos hecha ley, permitiría orientar a las autoridades de buena fe para su política alimentaria. De otro modo se confunde productivismo con existencia de alimentos, y no se ve que los apoyos económicos se destinan a comprar comestibles, en ausencia de alimentos en los mercados del país y sobreoferta de productos de la agroindustria.
Así, el grueso de la población puede acumular desnutrición, enfermedades y hambre, mientras el gobierno se tranquiliza con apoyos y etiquetas negras, lo que está bien, pero esto no puede sustituir la toma de conciencia de que el hambre no se resuelve con la cantidad de ingesta y advertencias sobre sus efectos en el organismo humano; sino que se debe asumir que el hambre se resuelve con la producción de alimentos que sean portadores de sabores olores, texturas y evocaciones de la propia cultura... Y que acepte que dichos alimentos sólo pueden provenir de las milenarias milpas, sabios policultivos en vías de desaparición. El derecho a esta alimentación debe ser universal, junto con la salud y la educación. Derechos que exigen políticas de redistribución, no su mercantilización.