Carlos Velázquez es conocido en el mundo de las letras como cronista y narrador de cuentos. Desde su libro El karma de vivir al norte, su primera labor es bastante estimada; además, sus relatos consiguieron la admiración de muchos en obras como La biblia vaquera.
Una de las facetas más importantes, y la menos conocida del autor, es la de periodista musical. Carlos Velázquez, como sucede con muchos maestros del oficio –que hacen de su trabajo asistir a presentaciones de músicos, conciertos y escuchar miles de discos que han influido en sus vidas y en su quehacer en los medios– dio a conocer sus impresiones melómanas primero en las páginas de los periódicos y suplementos culturales, pero esos textos no habían aparecido reunidos en un solo volumen.
Sexto Piso, en coedición con la Universidad Nacional Autónoma de Nuevo León, subsanó esa deficiencia con Mantén la música maldita, compendio en el que se incluye una selección de las crónicas escritas por el mexicano en los pasados cinco años y que se suma a la labor retrospectiva de periodistas musicales como Enrique Blanc, Fernando García y, recientemente, Mariana H.
Diría José Manuel Aguilera que los mejores textos del periodismo especializado en la materia son los que, tomando la música como punto de partida, dejen traslucir esos valores y acaben siendo piezas autosuficientes, en las que el lector pueda saborear los hallazgos y la agudeza del autor, pero también su prosa. Si el periodista logra llegar a ese destino hará de su texto, más que nada, una pasión compartida, la cual está reflejada con inquietud y lucidez en los trabajos que Velázquez recopila en su libro.
Tres cualidades saltan a la vista desde la primera lectura del dossier. En primer lugar, todas las crónicas reunidas hablan desde la primera persona porque, como dice Sara Sefchovich, los cronistas de hoy no son sujetos que sólo miran y escuchan, sino se incluyen, son parte de lo que relatan. En segundo lugar están el humor, la ironía, la exageración y el cinismo con los que Velázquez se permite decir las cosas. Cada uno de sus textos posee un lenguaje sencillo y agradable, sin frases rebuscadas y con tal fuerza que el suceso cobra vida y capta la atención del lector hasta el final de cada uno. Por último, es fácil identificar el manejo que el escritor tiene del género periodístico, así como el cuidado con el que articuló sus crónicas: custodia muy bien el arranque, otorga suficientes detalles que permiten al lector vivir el suceso y pone mucha atención para cerrar cada texto. Todo este conjunto le permite transmitir la pasión que experimenta al momento de vivir cada concierto.
Aunque, como se advierte desde la primera página, los de Mantén la música maldita fueron en una primera versión textos periodísticos, Velázquez se aleja de la rapidez –característica de la crónica del siglo XXI– y transmite su interés por retratar con detalle las expectativas generadas hacia los héroes del alto volumen. En cada línea hay el tatuaje de lo permanente.
Imágenes perdurables
Las imágenes construidas en estas crónicas están hechas para perdurar: el cuerpo de Iggy Pop, tallado en cecina indestructible, bailando y conquistando a los más de 60 mil fanáticos que asistieron al Foro Sol para escuchar a Metallica; la guitarra de Cerati, reproduciéndose infinitamente como la escoba de Fantasía al presentarse en el Estadio Universitario de Monterrey como parte de la gira Me verás volver; el aeropuerto internacional de la Ciudad de México convertido en una convención anual de imitadores de Amanda Miguel ansiosos de llegar al Festival de Música Hell & Heaven; concebir el Corona Capital como un enorme tianguis, pareciendo un domingo en La Lagunilla pero “sin chela de a 100 varos”, o imaginar y acompañar a Chuy Haro, el acérrimo fan de Roger Waters, que ha logrado seguir al músico alrededor del mundo para escuchar sus conciertos entre más de 67 veces. La irrupción de todos esos datos acompañados de imágenes, metáforas y recursos literarios transforma los textos de Carlos Velázquez de producto perecedero a uno inolvidable.
Lo mejor de Mantén la música maldita está en esa parte donde los textos se convierten a veces en crónicas, en otras en ensayos e incluso en autobiografía. Todos convergen en lugar donde las crónicas se entretejen con la historia y ésta, aunque real, sólo puede estar contada con los recursos que otorga la escritura de ficción: relatos como la historia de Horacles, Sodasio, el funcionario de la SHCP que cada mes compraba compulsivamente entre 40 y 45 discos compactos, que proporcionó a Carlos sus primeras grabaciones de Blur, Manic Street Preachers, Pulp y Oasis, entre otros; o el del día en que asistió a la conferencia de prensa de Marky Ramone, en Monterrey y, acto seguido de ser interrogado acerca de la muerte del punk, el baterista contestó: “I’m still alive”; o el día en que, después de la entrevista de rigor, Adrián Dárgelos le regaló el vinilo Hot Space de Queen.
Todo lo anterior da testimonio de cómo la música es materia prima del trabajo periodístico de Carlos Velázquez.
Quién haya leído las crónicas anteriores a Mantén la música maldita descubrirá en este libro –en el que honesta y a veces cínicamente describe su relación con la música y los efectos que produce en él, y en el que rompe con varias reglas del periodismo– que el autor ha encontrado por fin su voz, en ocasiones conmovedora y, en otras, memorable: no se parece a ninguna otra.
Como diría Juan Villoro, cuando un cronista del subdesarrollo se enfrenta a cualquier luminaria del cosmos roquero, lo más interesante son, precisamente, las dificultades y los detalles que pasó para conseguir su nota.
Con este libro Carlos Velázquez ha perfeccionado uno de los géneros más apasionantes –y a la vez ingratos– del periodismo musical: la crónica, y lo ha hecho poniendo el sello Parental Advisory: Explicit Content como su marca personal para contar la música.