En este nuevo año y en lo que resta al actual gobieno, en la SEP habrá esfuerzos por sobrevivir algunas iniciativas, pero no veremos la prometida, profunda y esperada transformación de nuestra educación. Y, viendo el proceso en Morena y, peor todavía, en los otros partidos, tampoco hay mucho qué esperar del próximo sexenio.
Así, la educación mexicana parece estar condenada a cargar con el planteamiento de hace más de un siglo y con las posteriores decisiones transformadoras. Obregón y Vasconcelos se inclinaron por crear un sistema nacional, pero como una dependencia de trámites, gubernamental, vertical y centralizada. Cierto, la alianza de Cárdenas con el magisterio, ligada a las causas populares, hizo posible que la educación tuviera un fuerte significado social y le dio una vitalidad y creatividad extraordinarias, pero Ávila Camacho la transformó en burocratizada, sujeta al control del SNTE (1943), y canceló la idea de una educación con propósito social (1946). Y en el nivel superior Ávila Camacho dejó profunda huella: convocó a algunos ex rectores y éstos propusieron una reorganización de la educación superior pública y autónoma a su favor. Y la ley de la UNAM, su creatura, casi 80 años después continúa siendo el referente nacional de cómo organizar el poder y por tanto la educación en una universidad.
Las presidencias neoliberales, sobre todo la de Salinas, construyeron su transformación sobre ese sustrato autoritario del pasado y fueron aún más lejos en lo que a cambios se refiere. Instauraron una descentralización privatizadora; vincularon la educación pública a los circuitos comerciales internacionales; aumentaron enormemente la cantidad de instituciones privadas; individualizaron al docente (Carrera Magisterial, becas y estímulos); crearon un centenar de universidades tecnológicas y una enorme superestructura de evaluación como agresivo negocio contra estudiantes y comunidades; ahogaron a las universidades en evaluaciones, acreditaciones y becas y estímulos, promovieron la “calidad” y convencieron a muchos –los que hoy hablan de excelencia– de que ese es el camino correcto. Y la actual SEP no tiene un diagnóstico certero de todo esto ni una agenda claramente distinta e igualmente poderosa a pesar de tener las dos cámaras y un enorme apoyo popular. Tampoco retoma las experiencias y propuestas que desde la oposición al neoliberalismo continúan haciendo maestras y maestros, académicos y académicas. Como han señalado innumerables veces dirigentes y analistas magisteriales, los recientes cambios legales no fueron a fondo, tampoco revirtieron la ola neoliberal, ni avanzaron a crear un proyecto realmente distinto. Y algo similar ocurre con la Ley General de Educación Superior, como aquí hemos mostrado.
La ausencia de propuesta integral que arranque un realmente nuevo periodo histórico en la educación es muy peligrosa. No únicamente porque entonces la discusión se reduce a puntos muy específicos o peor todavía como una cuestión sólo de recursos económicos (becas y recursos para las universidades), sino porque ese pasado es un lastre y una carga explosiva que puede generar crisis de difícil manejo y resolución. La pesada estructura de poder vertical construida durante más de un siglo ya se muestra obsoleta y desfasada respecto de las demandas y necesidad urgente de transparencia y sentido institucional del uso de los recursos, participación amplia y democrática o de flexibilidad y control de los académicos sobre su trabajo y sus condiciones laborales. Ya no se considera normal una legalidad en la que un rector puede entrar en un trato como la estafa maestra, cancelar sin más los pagos de becas y estímulos (Universidad de Sinaloa) o iniciar el paso de un programa de estudios de progresista a bancomundialista (UAM), haciendo caso omiso de la opinión de decenas de académicos que en él trabajan. Estas son las muestras de la lógica legal de universidad en la que el rector es el “jefe nato” y, el resto, subordinados. Por eso, con toda “legalidad” luego se mal distribuyen los presupuestos y vienen huelgas de tres meses. El problema de fondo es que se aplica hoy la legalidad autoritaria de hace 50, 70 años, y la rígida idea de educación “de gobierno” del siglo pasado. Retomar esas lógicas fue, en su momento, un franco error, pero continuarlo hoy es una tragedia para la educación y la universidad. Hasta la cuestionable LGES muy tímidamente plantea que los cambios en las leyes orgánicas deben ser con la participación de la comunidad.
Sí, desafortunadamente, la 4T resulta intrascendente, la creciente obsolescencia generará conflictos constantes y, sobre todo, la universidad pública y autónoma estará en peligro. Porque sus autoridades, hoy incapaces de ceder en lo poco, menos cederán en dejar que avance una transformación a fondo. Pero así, con su oposición, compartirán la responsabilidad histórica del futuro de la educación y de la universidad.