De acuerdo con datos recopilados por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) y la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), 70 por ciento de las 200 mil armas que cada año ingresan ilegalmente a México fueron fabricadas en Estados Unidos y el restante 30 por ciento es de fabricación europea, pero 87 por ciento de ellas pasó por algún distribuidor estadunidense; es decir, prácticamente la totalidad del armamento introducido al país mediante contrabando proviene de nuestro vecino del norte. Alrededor de 41 por ciento de esos arsenales ingresa a través de Texas, lo cual resulta congruente con el hecho de que en ese estado se encuentran 5 mil 938 de las de las 9 mil 811 armerías existentes en las cuatro entidades que comparten frontera con México (la mencionada, más California, Nuevo México y Arizona).
Al relacionar la numeralia anterior con el dato de que 70 por ciento de los 34 mil 582 homicidios dolosos cometidos en territorio nacional durante 2019 fueron perpetrados con armas de fuego –83 por ciento en el caso de Guanajuato, la entidad más azotada por ese delito en los años recientes– se tiene un cuadro acerca del estrecho vínculo que existe entre el negocio de la fabricación y distribución de armamento en Estados Unidos y la violencia desatada por los cárteles del crimen organizado, que se han erigido en un verdadero poder fáctico en buena parte de América Latina.
La insistencia de Washington en combatir a los traficantes de estupefacientes en las principales naciones de producción o tránsito de drogas, sin tocar a la industria que los ha convertido en temibles adversarios para las fuerzas policiacas e incluso los ejércitos, constituye no sólo un absoluto sinsentido desde cualquier perspectiva estratégica, sino una prueba de la hipocresía en que se fundamentan todos los supuestos esfuerzos de la superpotencia para acabar con el narcotráfico. En efecto, resulta cuando menos contradictorio que desde la Casa Blanca se busque imponer directrices de guerra contra las drogas a los gobiernos de toda la región, al mismo tiempo que en territorio estadunidense se mantiene un total descontrol en la venta de armas a particulares, a sabiendas de que estos materiales llegarán a las manos de los grupos criminales a los que formalmente se pretende erradicar.
Para los fabricantes de armamentos se trata de una situación ideal: venden su producción tanto a las agencias encargadas del combate al crimen como, indirectamente, a los delincuentes, y el incremento en los niveles de violencia supone un crecimiento en sus ganancias. En cambio, para cientos de miles de personas este lucro se traduce en la pérdida de la vida, y para millones en la imposibilidad de desarrollar sus actividades cotidianas con garantías para su seguridad física, sicológica y patrimonial.
Por ello, es evidente que la cooperación mexicana en materia de combate al narcotráfico debe supeditarse a la presentación por parte de las autoridades estadunidenses de un plan creíble para cerrar el flujo de armas que alimenta la violencia al sur de su frontera. De otro modo, todo esfuerzo resultará fútil en su propósito y, para colmo, se saldará con un mayor sufrimiento de las comunidades asediadas por la criminalidad.