El inicio del año me ha puesto a pensar en el tiempo. En los días que parecen todos iguales, en la postergación de planes, en las fantasías de qué estaríamos haciendo si la pandemia nunca hubiera existido. Como si fuera nosotros esperando la vacuna, en algún momento del año 1260 Tomás de Aquino sintió un paso del tiempo que no era sucesivo ni eterno. El tiempo de los ángeles, al que llamó aevum, le sobrecogió mientras leía: el pasado invadía al presente y toda atención a éste, implicó una preocupación por el futuro. Esa sensación de integración del tiempo hizo que Aquino propusiera que el mundo podía ser perpetuo sin ser eterno.
Pienso en lo previsible de este año –vacunación y elecciones– y cómo, a veces, la mera sucesión del tiempo se interrumpe con un momento significativo. Lo que nos decimos sobre el país, por ejemplo, tiene que ver con la invención de un mito de la perpetuidad al que llamamos “viejo régimen”. Durante muchas décadas fue la existencia indispu-tada de un solo Partido, creado desde el Estado, confundido con él, que abarcó la vida pública hasta asfixiarla, pero luego fue la ficción del “final de la historia” que, a partir de Francis Fukuyama, los neoliberales tomaron no como un relato, sino como dogma: el capitalismo democrático de libre mercado había triunfado contra La Bestia estatista y ya sólo quedaría extinguir los vestigios de la historia como los nacionalismos y los fanatismos relgiosos. El final de la historia, como ficción del fin de los tiempos, ya había ocurrido varias veces antes, además de en el Apocalipsis. Hegel lo vio en la entrada de Napoleón en Jena contra la monarquía prusiana, los nazis en la supremacía racial, el filósofo conservador Arnold Gehlen (1957) cuando concluyó que nada se podía agregar ya a los sistemas políticos y económicos salvo reciclarlos. La idea de que el Occidente era post-histórico y que tenía la tarea de suprimir por la fuerza los remanentes de la historia permitió a la élite mexicana despreciar sin vergüenza todo lo que significaba transformación. Instalados en la perpetuidad llamaron “pre-modernos” a los movimientos indígenas y a la izquierda electoral, “estatismo”, “populismo”, “vuelta al pasado”. Sin embargo, jamás pudieron salir del tiempo, que los arrolló sin misericordia en 2018. Ahora ellos son “el pasado de corrupción y privilegios”; se enfrentan a una ficción donde el tiempo lo es todo: una cuarta transformación, es decir, una concordancia –de la que carece el neoliberalismo ortodoxo– entre origen y destino; una posición en el tiempo histórico.
Tiene razón Luciana Cadahia en Mediaciones de lo sensible (2017) cuando afirma que la post-historia de los neoliberales suponía el final de lo humano. En efecto, si sólo importan los apetitos en el mercado y la política es un “ like”, si ya sólo somos algoritmos de nuestras preferencias, nos convertimos en animales pastando en el campo de la perpetuidad, del “ser-siempre-lo-mismo”. El american way of life como libertad de consumir una sucesión de novedades o “la vía japonesa” como la simplificación de la vida a sus formas, soñaron con el fin de la insatisfacción. Confundir el apetito con el deseo le restó a la vida humana la opción de pensarse en la historia, que es un tiempo significativo, no simplemente sucesivo. Así, por ejemplo, los dos candidatos neoliberales de México en 2018 sólo podían hablar de un futuro como “presente mejorado”, no como porvenir, es decir, como sí lo hizo López Obrador, de incluir en la nación a quienes estaban excluidos, de enunciar la injusticia, la impunidad, la corrupción como un horizonte del pasado que debía ser sepultado.
El llamado “fin de régimen” permite designar al pasado desde el propio fin del régimen: las casas blancas y la masacre de Ayotzinapa, la guerra de Felipe Calderón, la frivolidad y saqueo de la pareja presidencial, el rescate bancario del Fobaproa, el fraude electoral de Salinas en 1988, se narran como una lenta decadencia, una degradación, un resbalarse en la animalidad –el apetito incontrolable de las élites y la supervivencia de los demás– con recuerdos pero sin memoria, que permitió, no un final abrupto, sino un proceso de transformación. Así, la 4T no se plantea a sí misma como una ciencia, es decir, algo que deba sujetarse a prueba o refutación, sino como un relato que cumple una utilidad operativa. Al contrario del “viejo régimen” que creyó en su propia perpetuidad como un hecho indiscutible, basado en “la ciencia económica”, la 4T cree en su posición histórica, en su propio tiempo significativo como ficción temporal. Es un freno, no una revolución.
Ante esta nueva situación, los opositores que este año aparecerán en la boleta electoral como una alianza envilecida y amoral siguen padeciendo de la ausencia de una idea del porvenir. Sólo pueden argumentar que el presente es igual o peor que el pasado que representan. Es como aceptar la propia ruindad para sostener que es tan generalizada que hasta parecería eterna. Han evitado a toda costa la autocrítica y todo lo asimilan a que la 4T los persigue. En algún momento, la perpetuidad del “fin de la historia” los despolitizó a tal grado que confundieron el que alguien como el Presidente no les guste –la política del like– con tener una demanda. Esa confusión se desvanece en el aire, vuela como una casa de campaña vacía en el viento de lo irrelevante.
Pero toda esta anticipación del año que empieza tendrá el destino de toda profecía, aunque sea tan laica como este texto. Por Macbeth y sus brujas sabemos que el tiempo llega como esperamos, pero no en la forma en que lo esperábamos.