Los flujos migratorios que la pandemia obligó a detener con el fin evitar los contagios retomarán sus inercias, una vez que las fronteras sanitarias se liberen, debido a que las inaceptables condiciones de vida, causa de las migraciones, no sólo se han mantenido sino que se agravaron. Es decir, violencia, inseguridad, corrupción, privilegios para una parte minoritaria de la población, pobreza generalizada para la mayoría, acompañados por una profunda crisis económica y social.
A estos flujos se les suele conceptualizar como económicos, a diferencia de los desplazamientos surgidos de conflictos bélicos en los que diversos grupos se disputan el poder y cuyas consecuencias afectan a la población civil, casi siempre ajena a esos conflictos, y se ven obligados a escapar y desplazarse en condiciones por demás lamentables. Estas personas ven cómo su futuro se pierde en campos de refugiados, en supuestos albergues convertidos en verdaderas prisiones y, para colmo, recibiendo el rechazo de los nacionales de los países a los que llegan. Estos migrantes huyen de conflictos que ponen en peligro su vida y, a pesar de acuerdos internacionales que obligan a otorgarles asilo, viven laberintos de trámites sin ninguna seguridad de obtenerlo.
Los datos de los migrantes internacionales son abrumadores. De acuerdo con Naciones Unidas, el número de personas que vive en un país distinto del que nacieron es mayor que nunca: 272 millones en 2019, 51 millones más que en 2010. Comprenden hoy 3.5 por ciento de la población mundial, cifra que continúa ascendiendo con respecto al 2.8 por ciento de 2000 y 2.3 de 1980. Por otro lado, al menos 79.5 millones de personas en todo el orbe se han visto obligadas a huir de sus hogares, y, entre ellas, hay casi 26 millones en condición de refugiadas, más de la mitad son menores de 18 años. Es decir, uno por ciento de los habitantes del globo se han visto obligados a huir de sus casas como resultado de los conflictos y la persecución (cifras del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados).
Las grandes potencias juegan su papel interviniendo en los diversos conflictos, no sólo para mantener las condiciones de privilegio en el comercio mundial y sus exportaciones de armas, sino para detentar la propiedad sobre importantes recursos necesarios para los desarrollos tecnológicos, fuente de enormes riquezas, y tal como lo fue el petróleo en su momento, ahora lo son el litio, el coltán, los diamantes, las tierras raras, etcétera.
Hay que añadir a estos conflictos la devastación ambiental relacionada con las formas de depredación del sistema capitalista por su producción altamente contaminante, contexto en el que el agua se está convirtiendo en un bien que, derivado de su escasez por la enorme explotación de los mantos freáticos está pasando cada vez más a manos privadas y a manejarse en las bolsas de valores. Como señala el Informe Mundial sobre los Recursos Hídricos de 2019, la gestión del agua se convierte en detonante de conflictividad social y, cada vez más, se escucha que la próxima gran guerra será por el agua.
Si bien el Norte de África y Oriente Medio son las zonas más afectadas por la escasez, por las sequías, la falta de agua potable y la contaminación, prácticamente todas las regiones del mundo están afectadas. No sólo regiones pobres, sino Europa y América del Norte; dos de las zonas enriquecidas del planeta son vulnerables a la falta del recurso. Como señala la organización mencionada, “aunque parezca mentira, en estas dos zonas del mundo hay 57 millones de personas que no tienen canalizado el acceso a agua en sus casas y 21 millones ni siquiera cuentan con acceso a servicios básicos de agua potable, siendo particularmente grave en Europa del Este, Cáucaso, Asia Central y en México”. Todo ello es causa también de las llamadas migraciones ambientales.
La pregunta que debemos contestarnos es si ante estas condiciones convulsas y caóticas del mundo actual, hay otra forma de resolver esos problemas sin que los seres humanos se vean obligados a migrar, perdiendo pertenencias, familias y cultura. Es decir, si bien la migración es un derecho humano, de igual forma lo es el no migrar, para lo cual los gobiernos tienen la responsabilidad de otorgar a sus poblaciones las condiciones para una vida digna y hacer posible que los ciudadanos ejerzan su derecho de migrar como una opción y no forzados por la necesidad.
En esta pos guerra fría, y como han señalado diversos analistas, se vive un mundo convulsionado y desordenado que hace necesario, hoy más que nunca, se lleve a cabo una reforma profunda de todas las instituciones creadas después de la Segunda Guerra Mundial: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Naciones Unidas, entre otras, reformulando objetivos y compromisos que correspondan a los nuevos tiempos y conflictos del planeta. Es urgente buscar formas efectivas de gobernanza global enmarcados en un nuevo orden mundial que tome en cuenta a los migrantes.
No hay duda de que la enorme dificultad es que la comunidad de naciones conviva de manera civilizada y en paz, pero podrían tomarse como referentes las diversas regionalizaciones, aquellas formadas por decisiones conscientes de los estados que se asocian por un sentido de cooperación enfatizando en el objetivo de la libertad de movimiento de los habitantes de esos espacios comunes, tal como se establece, por ejemplo, en la Unión Europea. Acceder a una gobernanza eficiente para minimizar los conflictos y maximizar la cooperación entre los Estados de la región y con el resto del mundo para que la migración deje de ser una necesidad.