Si la fijación eurocentrista llegara a disiparse en lo que resta del siglo, las mal llamadas novelas de “espías y espionaje” de John Le Carré serán consideradas con enjundia similar a los textos de Kafka y Freud. Tales fueron las mentes que deconstruyeron el lado oscuro de la cultura occidental. Freud acabó con la supremacía del “yo individual”, Kafka corrió el velo de la “sociedad normal” y Le Carré de-senmascaró a las grandes potencias y sus patéticos “servicios de inteligencia”.
Tareas, todas ellas, que requerían quitarse el corsé positivista de géneros, metodologías y disciplinas del conocimiento. ¿O no hay en esos autores, claves y señales para combatir o, siquiera, decodificar los virus éticos y morales del mundo enfermo que vivimos? En varias novelas de Le Carré (y a propósito de las muy de moda “teorías de la conspiración”), hay que celebrar al agente británico George Smiley. Un personaje verosímil que guarda curioso paralelismo con el detective y monje franciscano medieval Guillermo de Baskerville, que aparece en la novela de Umberto Eco, El Nombre de la Rosa (1980).
Curiosamente, el agente Smiley y el monje imaginado por Eco se rigen por el innegable principio nominalista de que “todo lo que existe es particular”. En consecuencia, y a diferencia del recio James Bond o el decadente “filósofo” italiano Giorgi Agamben, en lugar del “bien sobre el mal” ambos consiguen que lo sicológico triunfe sobre lo tecnológico.
John Le Carré (alias literario de David Cornwall), empezó su carrera con el impacto de El espía que regresó del frío (1965), su novela más conocida, que en pocos años vendió 30 millones de ejemplares, incontables traducciones, y estuvo ocho meses en la lista de los mejor vendidos de Estados Unidos. La trama de El espía... se cristaliza en la Alemania del Muro de Berlín, con los motores encendidos de los tanques rusos y estadunidenses. Y cuando los jefes del MI5 y MI6 (servicios de seguridad interior y exterior de Gran Bretaña), no podían dar crédito a los estragos causados durante más de 20 años por Kim Philby, el doble agente al servicio de Moscú que condujo la “inteligencia” británica durante los primeros años de la guerra fría.
Pero si El espía… fue la punta del témpano de Le Carré, El Topo (1974) resultó el más terminado, ambicioso, complejo y, digamos también, el más “profético” de sus libros. Con El Topo, el mundo de los espías empezó a verse desde un ángulo más reflexivo y distinto al de las ideologías en danza, tan seguras de sí mismas.
La acción para la que Cornwall-Le Carré habían sido entrenados en la realidad, y Le Carré-Smiley, en la ficción, introducía la reflexión y el sentimiento. Insinuándo-se sutilmente que la sordidez de la traición siempre va acompañada de lo angustioso de la duda. Porque en los “altos niveles” de la política y el espionaje, la duda se deriva de su inserción imposible de sus actores en una sociedad de la que conoce demasiados entresijos inconfesables.
En una extensa entrevista de 1974, con el gran periodista de Le Nouvel Observateur, Olivier Todd, el autor de El Topo manifestó: “Estamos sofocados burocráticamente. El secreto está en todos lados (…) Entre nosotros (los agentes), muchos estiman que la política se ha roto en dos: por un lado, se encuentra un universo manifiesto e hipócrita: por ejemplo, el del parlamentarismo. Del otro lado, el mundo real, escondido, que lanza las guerras en la cual se espía a los propios aliados, sin tener confianza en nadie, sin creer en nada. Este segundo mundo existe dentro del primero”.
Era lo que faltaba. Si Freud había removido el interior de la “máquina individual”, y Kafka, el interior de la “máquina social”, Le Carré mostró la “anatomía de la máquina”, simbolizada en “…el enfermizo fenómeno de la conspiración y el tema de la omnipresente esterilidad política (…) Orwell lo anotó: ciertos autores de libros de éxito escriben para el héroe que hay en cada lector; otros, como yo, para la víctima que habita en esos lectores”.
Le Carré se ganó la admiración y el respeto de espías, políticos, académicos, críticos literarios, hombres y mujeres de Estado y, sobre todo, de millones de lectores que, junto con los espías que en otras épocas se jugaban por ideales, acabaron haciéndolo por dinero. Le Carré no se equivocó al decir que “bajo la superficie de la existencia, hay un abismo”. Y tampoco cuando calificó el exclusivo colegio de Eton (donde fue profesor), de “…monumento erigido a la gloria de la indestructibilidad del sistema de clases sociales en Gran Bretaña”.
En ambos bandos, los espías de Le Carré se empeñaron en buscar una verdad que no existe. Y tras la caída del muro, los del “otro bando” observaron, estupefactos, que los hijos de la heroica batalla de Stalingrado se formaban en grises filas de ciudadanos, esperando gastar el sueldo de una semana en una hamburguesa de McDonalds.