Durante su conferencia de prensa de ayer, el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que el gobierno federal revisará los contratos otorgados a empresas privadas para la construcción y operación de prisiones. El mandatario destacó que las concesiones para la administración integral de las cárceles –provisión de productos y servicios como seguridad, alimentos y limpia– se llevaron a cabo en condiciones ventajosas para las compañías beneficiadas y lesivas para el Estado, hasta el punto de que su costo es equivalente al de mantener a los reos en un hotel de cinco estrellas. La comparación resulta justificada si se considera que en Estados Unidos el Tesoro paga 60 mil dólares al año por cada persona recluida en penitenciarías privadas.
Se alude a nuestro país vecino del norte por ser ésta la nación pionera y la que ha llevado más lejos la entrega de su sistema penitenciario a la lógica del mercado, así como el “modelo” seguido por los gobernantes que han adoptado el esquema en otras latitudes. En México, la privatización de las cárceles arrancó de la mano del ex presidente Felipe Calderón, quien presumió como un logro de su gobierno la explosiva construcción de prisiones federales –pasaron de seis a 22 en su sexenio–, e incluso llegó a congratularse de que las compañías involucradas obtuvieran ganancias en la Bolsa de Valores a costa de la libertad de los ciudadanos.
No es exagerado afirmar que la administración de reclusorios por empresas privadas constituye una de las modalidades más execrables de lucro, y una de las más censurables formas de abdicación del Estado a sus deberes elementales. En primera instancia, está comprobado que no resuelve ninguno de los problemas de estas instituciones: por el contrario, el hacinamiento, la mala calidad de la alimentación, la higiene o los servicios de salud, así como las violaciones consuetudinarias de los derechos humanos que tienen lugar dentro de ellas, se ven exacerbadas por la brutal lógica de reducción de costos que guía a todo emprendimiento lucrativo.
Además, al ligarse las utilidades de una empresa al número de prisioneros, se genera una cascada de distorsiones en el sistema penal, cuyo propósito oficial e ideal es la rehabilitación de los reclusos y su reinserción exitosa en la sociedad. En abierto sabotaje a este designio, las compañías administradoras de centros penitenciarios ejercen un intenso cabildeo a fin de criminalizar cada día más actividades que hasta hace poco eran consideradas faltas administrativas o delitos menores, lo cual no sólo no resuelve los problemas reales de seguridad pública, sino que desgarra a comunidades enteras y absorbe recursos públicos que podrían aplicarse al desarrollo social.
Un ejemplo de los efectos desastrosos y discriminatorios de esta injerencia se encuentra en el cabildeo para el progresivo endurecimiento de las leyes antimigrantes, el cual ha tenido tal éxito que en años recientes los migrantes y los afroestadunidenses han pasado a conformar 80 por ciento de los 2 millones y medio de personas recluidas en el país que se proclama “la tierra de los libres”.
En suma, la operación mercantil de las cárceles no puede calificarse sino de negocio inmundo, en el que el enriquecimiento de unos cuantos socava directamente la dignidad humana, da rienda suelta a todo tipo de abusos y privatiza funciones estratégicas del Estado. Por ello, cabe saludar la revisión anunciada por el Ejecutivo federal y hacer votos por que lleve a cabo la reversión de una medida que nunca debió tomarse.