Con alivio, rencor, nostalgia, frustración u olvido, uno supera siempre los años mozos para llegar a lo de “terrible animal son 20 años” que dijera Mateo Alemán, y dar vuelta a la página de la edad del juego, en la que practican el escultismo chavos y chavitos (as, itas) cubriendo las tres etapas: Manada, Tropa y Clan. No sé si tuvimos suerte, o si sean así de memorables las experiencias de quienes se entregan al escautismo sin sentimiento de vergüenza por andar de pantalón corto, motas en las calcetas, camisola, bordón, banderín y pañoleta distintiva, progresivamente constelados de insignias y condecoraciones de general adolescente. Porque una de las reglas del juego era el uniforme. Otra, el contenido de bolsillo: navaja, veintes para el teléfono, cordel, cerillos, brújula, curitas y no recuerdo qué más. Los que no eran scouts se podían reír de uno, pero el chiste es que no importaba. Como en todo, quizás era envidia.
Antes de nuestra llegada al grupo 16 algo debió ocurrir, una golpe de timón, pues los jefes jóvenes desplazaron a los mayores y se libraron de los padres de familia, con evidente legitimidad. Además de dormir en el bosque, pudimos ser jipis, soñar lo que serían el LSD y la Mazateca en clave de rock, extraviarnos en Tepito y La Merced en imaginativas actividades urbanas. Debo a entonces algunos de mis recuerdos más locos, como pasar la noche entre coches en el estacionamiento subterráneo del cine Latino, combatir el incendio de un bosque desde dentro, rapelear en precipicios de suicida, saltar a ciegas cascadas infinitas, trepar árboles y tejer una plataforma para poner la tienda “volada” a salvo de fieras y lluvias capaces de desatar el desastre si no cavas bien tus zanjas, ni escoges un buen sitio, ni fijas los toldos, o duermes sin tu lámpara “Tigre” a la mano. En las peores, despertabas con las botas puestas.
Uno se enseña a cargar tremendo mochilón con tienda, estacas, pala, hacha, bolsa de dormir, trastes, mudas de ropa, manga de hule, cantimplora, bola de ixtle, latas de sardinas y jalapeños rellenos de atún. Al cinto un cuchillo de monte. Me encantaba el juego de Kim, inspirado en la novela de Kipling: te muestran durante unos segundos un mantel con 30 o 40 objetos diversos (en la novela son piedras y joyas) y enseguida tienes que recordarlos, en orden si es posible.
Los campamentos nacionales eran insoportables. Nadie nos quería porque éramos unos desbalagados; no menos arrogantes que los otros, nos considerábamos diferentes. En vez de baladas de tropa cantábamos El submarino amarillo, Yo soy la morsa o Satisfaction. Desobedecíamos la mitad de las veces a los que no eran nuestros propios jefes y aún así, en un descuido alguna de nuestras patrullas ganaba el campamento, una guerra descarnada de punta a punta.
Primero todo el grupo y luego ya en competencia, hacíamos cada año una caminata a Cuernavaca, a campo traviesa desde San Pedro Mártir, por atrás de Tres Marías y por las torres de luz. Eugenio siempre ganaba, y nos ofendía brincando a los árboles al entrar a Cuernavaca para agarrar fruta mientras los demás, exhaustos, buscábamos dónde tumbarnos. Primero fuimos guía y subguía de los Ciervos, luego él volvió a los Castores como guía.
Las “pistas de ciudad” eran excitantes. Las había contra otros grupos de la región, y de sólo nosotros. Las primeras eran más “calientes”, recorrías la ciudad siguiendo “pistas” en clave, a la par de patrullas enemigas que podían a veces ser aliadas. Nuestras propias “pistas” eran más difíciles y estrambóticas (alguna vez una “pista” venía en el aviso de ocasión de Excélsior). Así recorrimos los talleres de vidrio soplado en el callejón de Carretones, los puestos de serpientes en el mercado de Sonora, las islas encantadas de Xochimilco, los misterios profundos de Chapultepec.
Escalamos el Popo y el Pico del Águila, rodamos los Arenales del Ajusco, anduvimos los ríos subterráneos San Jerónimo (12 horas) y Chontacuatán (seis), nos tiramos en llantas de camión al torrencial Amacuzac a 60 kilómetros por hora sin casco, si acaso equipados con un salvavidas de avión al cuello por si perdías el conocimiento. Todavía no se inventaban los “deportes extremos”, pero de grandes algunos del grupo los practicaron a nivel profesional. Uno ya cruzó el Atlántico en velero.
A muchos nos definió: el que no agricultor o floricultor, alpinista, ciclista a campo traviesa; además de profesiones normales, saldrían un ornitólogo, una fotógrafa, músicos totales, un cirujano de mano, un arquitecto de vivienda popular, un actor conocido (el benjamín de la dinastía Jiménez Cacho). O Chapotín, que se fue de Hare Krishna. Así como al Elefas los scouts lo prepararon para las guerras de Centroamérica, a Eugenio y a mí nos ayudaron en nuestras sucesivas incursiones a la selva Lacandona, primero como aventureros y luego como periodistas, si acaso no es lo mismo.