En momentos tan sombríos como los que estamos viviendo no siempre resulta fácil escribir relatos esperanzadores. Si hoy lo consigo, será motivada por un ramo de flores y el mensaje que me envió un amigo el 23 de diciembre.
I
Cuando alguien me escribe, sea quien fuere, lo celebro porque en seguida pienso que esa persona no padece los estragos de la enfermedad y está salvada. Podrás imaginar que tu reaparición ha sido una de las mejores cosas que me han pasado en este tan cruel 2020, sobre todo porque llevaba tiempo de no saber de ti. La última vez que nos reunimos fue para festejar tu cumpleaños. No diré qué número porque tengo presente que guardas ese dato con mucho celo.
Ya que hemos restablecido la comunicación me gustaría que en tu siguiente mensaje me explicaras a qué se debió tu alejamiento. Fue más que sorpresivo: de un día para otro te esfumaste y años después, en uno de mis peores momentos, reapareces. Lo celebro y para que sepas hasta qué grado ha sido importante tu mensaje, quiero hablarte de sus efectos salvadores sobre mí.
II
No creo ser la única persona a quien la temporada navideña le causa depresión. Aunque me proponga evitarlo siempre la asocio a hechos violentos y tristes, separaciones, rechazos, desavenencias familiares que aún lamento. Aunque he hecho hasta lo imposible por olvidar esas experiencias amargas, resurgen en cuanto aparecen en los mercados los pinos en venta y en los aparadores los santocloses y los trineos de utilería que se deslizan, entre nubes falsas, repletos de adornos y regalos. Comprendo que mi reacción es infantil y aún más mi estrategia para contrarrestarla: pretender que el último mes del año es como otro cualquiera.
Mi habitual estado depresivo navideño se agravó al ver que llegamos a diciembre rodeados de sufrimiento y pérdidas, conscientes de que va deshaciéndose el mundo que conocimos, sin saber qué iremos a construir sobre los escombros.
III
En cierta forma admiré a quienes, en tan adversas circunstancias, se aprestaban a seguir la tradición decembrina mientras que yo, ahora más que nunca, me sentía imposibilitada para hacerlo. Opté por mantenerme lo más lejos posible de todo indicio navideño, despojar a diciembre de su traje encarnado y vestirlo con las ropas de cualquier otro mes.
Conseguí mi objetivo sólo a medias. Hasta mi confinamiento llegaban constantes referencias a la próxima Navidad: los músicos callejeros agregaron a sus repertorios melodías propias de la temporada, “Blanca Navidad” a ritmo de cumbia fue memorable; al pasar frente a mi puerta las personas aludían a la cena del 24, a los regalos o expresaban sus buenos deseos: desde mantenerse sanos y conseguir trabajo hasta no ser más víctimas de la violencia: “Ay muchacha, lo único que pido para ti es que tu esposo deje de maltratarte.”
IV
En la casa no hice los acostumbrados preparativos decembrinos: limpieza profunda, cambio de cortinas, encerado de muebles y pisos. Tampoco pedí a la tienda de ultramarinos el bacalao y los romeritos que contribuyen a su fama. Me apegué a las rutinas habituales y me dediqué a preparar sencilla comida casera.
Sentí que iba dejando a un lado todo lo que diciembre significa para mí, pero el miércoles por la tarde llamaron a mi puerta. Al abrirla me encontré a un empleado que me traía un adorno floral de noche buenas y ramas de oyamel. Me lo enviaba mi amiga más antigua. Sobre su nombre, Regina, escribió dos líneas: “Es Navidad: momento de brindar por la vida.”
Las flores que eran en verdad primorosas alegraron la casa. El follaje inundó el espacio con un aroma renovado y fresco que me devolvió al campo de mi infancia, embellecido por el tiempo. Ese recuerdo me hizo sentir menos apesadumbrada y creo que hasta mejor dispuesta para sobrellevar el último tramo de diciembre.
El día 24 decidí pasar por alto los noticieros y los programas especiales. Abrí mi computadora para escribirle un mensaje de agradecimiento a Regina por las flores y encontré lo que menos esperaba: tu mensaje. En él dijiste que por un momento, debido a la trágica circunstancia por la que atravesamos y una muy sensible pérdida, habías pensado en suprimir las fiestas navideñas, aislarte lo más posible y esperar... Pero después algo te había hecho corregir tu opinión y reintegrarles su valor a las celebraciones, a las costumbres que alimentan la “poesía de la vida”. Terminas tu mensaje con el verso de un poema de Mario Benedetti y me pides que lo recuerde siempre: “todo verdor renacerá.”
A la hora de cenar coloqué en la mesa, frente a los míos, platos y copas para ti. Aunque estás lejos sentí tu presencia. Imaginé que juntos, en silencio, brindábamos por nuestra maravillosa amistad. Luego pensé en escribirte diciéndote que me reconciliaron con la Navidad, con la vida, la belleza de las flores y tres líneas de un poema: “todo verdor renacerá.” Si pudiera, escribiría esas tres palabras sobre las paredes de mi casa y en las de toda la ciudad.